| Autor: SS Benedicto XVI  | Fuente: catholic.net 
          El ayuno, don total de uno mismo a Dios
  ¡Queridos   hermanos y hermanas! 
 
 Al comenzar la Cuaresma, un tiempo que   constituye un camino de preparación espiritual más intenso, la Liturgia nos   vuelve a proponer tres prácticas penitenciales a las que la tradición bíblica   cristiana confiere un gran valor: la oración, el ayuno y la limosna, para   disponernos a celebrar mejor la Pascua y, de este modo, hacer experiencia del   poder de Dios que, como escucharemos en la Vigilia pascual, "ahuyenta los   pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los   tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos" (Pregón   pascual).
 
 En mi acostumbrado Mensaje cuaresmal, este año deseo detenerme   a reflexionar especialmente sobre el valor y el sentido del ayuno. En efecto, la   Cuaresma nos recuerda los cuarenta días de ayuno que el Señor vivió en el   desierto antes de emprender su misión pública. Leemos en el Evangelio: "Jesús   fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y   después de hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió   hambre" (Mt 4,1-2). Al igual que Moisés antes de recibir las Tablas de la Ley   (cfr. Ex 34, 8), o que Elías antes de encontrar al Señor en el monte Horeb (cfr.   1R 19,8), Jesús orando y ayunando se preparó a su misión, cuyo inicio fue un   duro enfrentamiento con el tentador.
 
 Podemos preguntarnos qué valor y   qué sentido tiene para nosotros, los cristianos, privarnos de algo que en sí   mismo sería bueno y útil para nuestro sustento. Las Sagradas Escrituras y toda   la tradición cristiana enseñan que el ayuno es una gran ayuda para evitar el   pecado y todo lo que induce a él. Por esto, en la historia de la salvación   encontramos en más de una ocasión la invitación a ayunar. Ya en las primeras   páginas de la Sagrada Escritura el Señor impone al hombre que se abstenga de   consumir el fruto prohibido: "De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas   del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que   comieres de él, morirás sin remedio" (Gn 2, 16-17). Comentando la orden divina,   San Basilio observa que "el ayuno ya existía en el paraíso", y "la primera orden   en este sentido fue dada a Adán". Por lo tanto, concluye: "El ‘no debes comer’   es, pues, la ley del ayuno y de la abstinencia" (cfr. Sermo de jejunio: PG 31,   163, 98). Puesto que el pecado y sus consecuencias nos oprimen a todos, el ayuno   se nos ofrece como un medio para recuperar la amistad con el Señor. Es lo que   hizo Esdras antes de su viaje de vuelta desde el exilio a la Tierra Prometida,   invitando al pueblo reunido a ayunar "para humillarnos ! dijo ! delante de   nuestro Dios" (8,21). El Todopoderoso escuchó su oración y aseguró su favor y su   protección. Lo mismo hicieron los habitantes de Nínive que, sensibles al   llamamiento de Jonás a que se arrepintieran, proclamaron, como testimonio de su   sinceridad, un ayuno diciendo: "A ver si Dios se arrepiente y se compadece, se   aplaca el ardor de su ira y no perecemos" (3,9). También en esa ocasión Dios vio   sus obras y les perdonó.
 
 En el Nuevo Testamento, Jesús indica la razón   profunda del ayuno, estigmatizando la actitud de los fariseos, que observaban   escrupulosamente las prescripciones que imponía la ley, pero su corazón estaba   lejos de Dios. El verdadero ayuno, repite en otra ocasión el divino Maestro,   consiste más bien en cumplir la voluntad del Padre celestial, que "ve en lo   secreto y te recompensará" (Mt 6,18). Él mismo nos da ejemplo al responder a   Satanás, al término de los 40 días pasados en el desierto, que "no solo de pan   vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4). El   verdadero ayuno, por consiguiente, tiene como finalidad comer el "alimento   verdadero", que es hacer la voluntad del Padre (cfr. Jn 4,34). Si, por lo tanto,   Adán desobedeció la orden del Señor de "no comer del árbol de la ciencia del   bien y del mal", con el ayuno el creyente desea someterse humildemente a Dios,   confiando en su bondad y misericordia.
 
 La práctica del ayuno está muy   presente en la primera comunidad cristiana (cfr. Hch 13,3; 14,22; 27,21; 2Co   6,5). También los Padres de la Iglesia hablan de la fuerza del ayuno, capaz de   frenar el pecado, reprimir los deseos del "viejo Adán" y abrir en el corazón del   creyente el camino hacia Dios. El ayuno es, además, una práctica recurrente y   recomendada por los santos de todas las épocas. Escribe San Pedro Crisólogo: "El   ayuno es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Por   tanto, quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a   quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta   oído a quien no cierra los suyos al que le súplica" (Sermo 43: PL 52, 320, 332).
 
 En nuestros días, parece que la práctica del ayuno ha perdido un poco su   valor espiritual y ha adquirido más bien, en una cultura marcada por la búsqueda   del bienestar material, el valor de una medida terapéutica para el cuidado del   propio cuerpo. Está claro que ayunar es bueno para el bienestar físico, pero   para los creyentes es, en primer lugar, una "terapia" para curar todo lo que les   impide conformarse a la voluntad de Dios. En la Constitución apostólica   Pænitemini de 1966, el Siervo de Dios Pablo VI identificaba la necesidad de   colocar el ayuno en el contexto de la llamada a todo cristiano a no "vivir para   sí mismo, sino para aquél que lo amó y se entregó por él y a vivir también para   los hermanos" (cfr. Cap. I). La Cuaresma podría ser una buena ocasión para   retomar las normas contenidas en la citada Constitución apostólica, valorizando   el significado auténtico y perenne de esta antigua práctica penitencial, que   puede ayudarnos a mortificar nuestro egoísmo y a abrir el corazón al amor de   Dios y del prójimo, primer y sumo mandamiento de la nueva ley y compendio de   todo el Evangelio (cfr. Mt 22,34-40).
 
 La práctica fiel del ayuno   contribuye, además, a dar unidad a la persona, cuerpo y alma, ayudándola a   evitar el pecado y a acrecer la intimidad con el Señor. San Agustín, que conocía   bien sus propias inclinaciones negativas y las definía "retorcidísima y   enredadísima complicación de nudos" (Confesiones, II, 10.18), en su tratado La   utilidad del ayuno, escribía: "Yo sufro, es verdad, para que Él me perdone; yo   me castigo para que Él me socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para   gustar su dulzura" (Sermo 400, 3, 3: PL 40, 708). Privarse del alimento material   que nutre el cuerpo facilita una disposición interior a escuchar a Cristo y a   nutrirse de su palabra de salvación. Con el ayuno y la oración Le permitimos que   venga a saciar el hambre más profunda que experimentamos en lo íntimo de nuestro   corazón: el hambre y la sed de Dios.
 
 Al mismo tiempo, el ayuno nos ayuda   a tomar conciencia de la situación en la que viven muchos de nuestros hermanos.   En su Primera carta San Juan nos pone en guardia: "Si alguno que posee bienes   del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo   puede permanecer en él el amor de Dios?" (3,17). Ayunar por voluntad propia nos   ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano, que se inclina y socorre al   hermano que sufre (cfr. encíclica Deus caritas est, 15). Al escoger libremente   privarnos de algo para ayudar a los demás, demostramos concretamente que el   prójimo que pasa dificultades no nos es extraño. Precisamente para mantener viva   esta actitud de acogida y atención hacia los hermanos, animo a las parroquias y   demás comunidades a intensificar durante la Cuaresma la práctica del ayuno   personal y comunitario, cuidando asimismo la escucha de la Palabra de Dios, la   oración y la limosna. Este fue, desde el principio, el estilo de la comunidad   cristiana, en la que se hacían colectas especiales (cfr. 2Co 8-9; Rm 15, 25-27),   y se invitaba a los fieles a dar a los pobres lo que, gracias al ayuno, se había   recogido (cfr. Didascalia Ap., V, 20,18). También hoy hay que redescubrir esta   práctica y promoverla, especialmente durante el tiempo litúrgico cuaresmal.
 
 Lo que he dicho muestra con gran claridad que el ayuno representa una   práctica ascética importante, un arma espiritual para luchar contra cualquier   posible apego desordenado a nosotros mismos. Privarnos por voluntad propia del   placer del alimento y de otros bienes materiales, ayuda al discípulo de Cristo a   controlar los apetitos de la naturaleza debilitada por el pecado original, cuyos   efectos negativos afectan a toda la personalidad humana.
 
 Oportunamente, un   antiguo himno litúrgico cuaresmal exhorta: "Utamur ergo parcius, / verbis, cibis   et potibus, / somno, iocis et arctius / perstemus in custodia - Usemos de manera   más sobria las palabras, los alimentos y bebidas, el sueño y los juegos, y   permanezcamos vigilantes, con mayor atención".
 
 Queridos hermanos y   hermanas, bien mirado el ayuno tiene como último fin ayudarnos a cada uno de   nosotros, como escribía el Siervo de Dios el Papa Juan Pablo II, a hacer don   total de uno mismo a Dios (cfr. encíclica Veritatis Splendor, 21). Por lo tanto,   que en cada familia y comunidad cristiana se valore la Cuaresma para alejar todo   lo que distrae el espíritu y para intensificar lo que alimenta el alma y la abre   al amor de Dios y del prójimo. Pienso, especialmente, en un mayor empeño en la   oración, en la lectio divina, en el Sacramento de la Reconciliación y en la   activa participación en la Eucaristía, sobre todo en la Santa Misa dominical.   Con esta disposición interior entremos en el clima penitencial de la Cuaresma.
 
 Que nos acompañe la Beata Virgen María, Causa nostræ laetitiæ, y nos   sostenga en el esfuerzo por liberar nuestro corazón de la esclavitud del pecado   para que se convierta cada vez más en "tabernáculo viviente de Dios". Con este   deseo, asegurando mis oraciones para que cada creyente y cada comunidad eclesial   recorra un provechoso itinerario cuaresmal, os imparto de corazón a todos la   Bendición Apostólica.
 
 Mensaje de Benedicto XVI para la Cuaresma   2009
 
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