Necesitamos renovar nuestro trato afectuoso y sencillo con nuestro ángel de la  guarda que está nuestro lado y nos ayuda de mil  modos.
            Muchos  tienen la costumbre de hablar con su ángel de la guarda. Le piden ayuda para  resolver un problema familiar, para encontrar un estacionamiento, para no ser  engañados en las compras, para dar un consejo acertado a un amigo, para  consolar a los abuelos, a los padres o a los hijos.
              
              Otros tienen al ángel de la guarda, un poco olvidado. Quizá escucharon, de  niños, que existe, que nos cuida, que nos ayuda en las mil aventuras de la  vida. Recordarán, tal vez, haber visto el dibujo de un niño que camina, cogido  de la mano, junto a un ángel grande y bello. Pero desde hace tiempo tienen al  ángel aparcado, en el baúl de los recuerdos.
              
              De grandes es normal que hablemos a los niños de su ángel de la guarda. Nos  sería de provecho pensar también en nuestro ángel que, desde el bautismo, está  a nuestro lado y nos ayuda de mil modos.
              
              Es verdad: Dios es el centro de nuestro amor, y a veces no tenemos mucho tiempo  para pensar en los espíritus angélicos.
              
Podemos, sin embargo, ver a nuestro  ángel de la guarda no como una devoción privada ni como un residuo de la niñez,  sino como un regalo del mismo Dios, que ha querido hacernos partícipes, ya en  la tierra, de la compañía de una creatura celeste que contempla ese rostro del  Padre que tanto anhelamos.
              
              Necesitamos renovar nuestro trato afectuoso y sencillo, como el de los niños  que poseen el Reino de los cielos (cf. Mt 19,14), con el propio ángel de la  guarda. Para darle las gracias por su ayuda constante, por su protección, por  su cariño. Para sentirnos, a través de él, más cerca de Dios. 
              
              Para recordar que  cada uno de nosotros tiene un alma preciosa, magnífica, infinitamente amada,  invitada a llegar un día al cielo, al lugar donde el Amor y la Armonía lo son  todo para todos. Para pedirle ayuda en un momento de prueba o ante las mil  aventuras de la vida.
              
              Necesitamos repetir, o aprender de cero, esa oración que la Iglesia, desde hace  siglos, nos ha enseñado para dirigirnos a nuestro ángel de la guarda: 
              
  
  Ángel del Señor, que eres mi custodio,
    puesto que la Providencia soberana me encomendó a ti,
    ilumíname, guárdame, rígeme y gobiérname en este día. 
    Amén.