 El nombre de María es dulce en la vida y en la muerte
El nombre de María es dulce en la vida y en la muerte
              
              El  augusto nombre de María, dado a la   Madre de Dios, no fue cosa terrenal, ni inventado para ella  por la mente humana o elegido por decisión humana, como sucede con todos los demás  nombres que se imponen. 
              
              Este nombre fue elegido por el cielo y se le impuso por  divina disposición, como lo atestiguan san Jerónimo, san Epifanio, san Antonino  y otros. "Del Tesoro de la divinidad -dice Ricardo de San Lorenzo- salió  el nombre de María". 
              
              De él salió tu excelso nombre; porque las tres  divinas personas, prosigue diciendo, te dieron ese nombre, superior a cualquier  nombre, fuera del nombre de tu Hijo, y lo enriquecieron con tan grande poder y  majestad, que al ser pronunciado tu nombre, quieren que, por reverenciarlo,  todos doblen la rodillla, en el cielo, en la tierra y en el infierno. 
              
              Pero  entre otras prerrogativas que el Señor concedió al nombre de María, veamos cuán  dulce lo ha hecho para los siervos de esta santísima Señora, tanto durante la  vida como en la hora de la muerte.
              
              En cuanto a lo primero, durante la vida, "el santo nombre de María -dice  el monje Honorio- está lleno de divina dulzura".
              
De modo que el glorioso  san Antonio de Padua, reconocía en el nombre de María la misma dulzura que san  Bernardo en el nombre de Jesús. "El nombre de Jesús", decía éste;  "el nombre de María", decia aquél, "es alegría para el corazón,  miel en los labios y melodía para el oído de sus devotos". 
Se cuenta del  V. Juvenal Ancina, obispo de Saluzzo, que al pronunciar el nombre de María  experimentaba una dulzura sensible tan grande, que se relamía los labios.  También se refiere que una señora en la ciudad de Colonia le dijo al obispo  Marsilio que cuando pronunciaba el nombre de María, sentía un sabor más dulce  que el de la miel. Y, tomando el obispo la misma costumbre, también experimentó  la misma dulzura. 
Se lee en el Cantar de los Cantares que, en la Asunción de María, los  ángeles preguntaron por tres veces: 
"¿Quién es ésta que sube del desierto  como columnita de humo?
¿Quién es ésta que va subiendo cual aurora naciente?  
¿Quién es ésta que sube del desierto rebosando en delicias?" (Ct 3,6; 6,9;  8,5). 
Pregunta Ricardo de San Lorenzo: 
"¿Por qué los ángeles preguntan  tantas veces el nombre de esta Reina?" 
Y él mismo responde: "Era tan  dulce para los ángeles oír pronunciar el nombre de María, que por eso hacen  tantas preguntas".
              Pero no quiero hablar de esta dulzura sensible, porque no se concede a todos de  manera ordinaria; quiero hablar de la dulzura saludable, consuelo, amor,  alegría, confianza y fortaleza que da este nombre de María a los que lo  pronuncian con fervor. Dice el abad Francón que, después del sagrado nombre de  Jesús, el nombre de María es tan rico de bienes, que ni en la tierra ni en el  cielo resuena ningún nombre del que las almas devotas reciban tanta gracia de  esperanza y de dulzura. 
              
              El nombre de María -prosigue diciendo- contiene en sí  un no sé qué de admirable, de dulce y de divino, que cuando es conveniente para  los corazones que lo aman, produce en ellos un aroma de santa suavidad. 
              
              Y la  maravilla de este nombre -concluye el mismo autor- consiste en que aunque lo  oigan mil veces los que aman a María, siempre les suena como nuevo,  experimentando siempre la misma dulzura al oírlo pronunciar.
              
              Hablando también de esta dulzura el B. Enrique Susón, decía que nombrando a  María, sentía elevarse su confianza e inflamarse en amor con tanta dicha, que  entre el gozo y las lágrimas, mientras pronunciaba el nombre amado, sentía como  si se le fuera a salir del pecho el corazón; y decía que este nombre se le  derretía en el alma como panal de miel. 
              
              Por eso exclamaba: "¡Oh nombre  suavísimo! Oh María ¿cómo serás tú misma si tu solo nombre es amable y  gracioso!"
              
              Contemplando a su buena Madre el enamorado san Bernardo le dice con ternura:  "¡Oh excelsa, oh piadosa, oh digna de toda alabanza Santísima Virgen  María, tu nombre es tan dulce y amable, que no se puede nombrar sin que el que  lo nombra no se inflame de amor a ti y a Dios; y sólo con pensar en él, los que  te aman se sienten más consolados y más inflamados en ansias de amarte".  
              
              Dice Ricardo de San Lorenzo: "Si las riquezas consuelan a los pobres  porque les sacan de la miseria, cuánto más tu nombre, oh María, mucho mejor que  las riquezas de la tierra, nos alivia de las tristezas de la vida  presente".
            
              Tu nombre, oh Madre de Dios -como dice san Metodio- está lleno de gracias y de  bendiciones divinas. De modo que -como dice san Buenaventura- no se puede  pronunciar tu nombre sin que aporte alguna gracia al que devotamente lo invoca.
            Búsquese un corazón empedernido lo más que se pueda imaginar y del todo  desesperado; si éste te nombra, oh benignísima Virgen, es tal el poder de tu  nombre -dice el Idiota- que él ablandará su dureza, porque eres la que conforta  a los pecadores con la esperanza del perdón y de la gracia.
             Tu dulcísimo nombre  -le dice san Ambrosio- es ungüento perfumado con aroma de gracia divina. 
            Y el  santo le ruega a la Madre  de Dios diciéndole: "Descienda a lo íntimo de nuestras almas este ungüento  de salvación". Que es como decir: Haz Señora, que nos acordemos de  nombrarte con frecuencia, llenos de amor y confianza, ya que nombrarte así es  señal o de que ya se posee la gracia de Dios, o de que pronto se ha de  recobrar.
            
              Sí, porque recordar tu nombre, María, consuela al afligido, pone en camino de  salvación al que de él se había apartado, y conforta a los pecadores para que  no se entreguen a la desesperación; así piensa Landolfo de Sajonia. 
            Y dice el  P. Pelbarto que como Jesucristo con sus cinco llagas ha aportado al mundo el  remedio de sus males, así, de modo parecido, María, con su nombre santísimo  compuesto de cinco letras, confiere todos los días el perdón a los pecadores.  
            Por eso, en los Sagrados cantares, el santo nombre de María es comparado al  óleo: "Como aceite derramado es tu nombre" (Ct 1,2). Comenta así este  pasaje el B. Alano: "Su nombre glorioso es comparado al aceite derramado  porque, así como el aceite sana a los enfermos, esparce fragancia, y alimenta  la lámpara, así también el nombre de María, sana a los pecadores, recrea el  corazón y lo inflama en el divino amor". 
            Por lo cual Ricardo de San  Lorenzo anima a los pecadores a recurrir a este sublime nombre, porque eso sólo  bastará para curarlos de todos sus males, pues no hay enfermedad tan maligna  que no ceda al instante ante el poder del nombre de María".
                          Por el contrario los demonios, afirma Tomás de Kempis, temen de tal manera a la Reina del cielo, que al oír  su nombre, huyen de aquel que lo nombra como de fuego que los abrasara.
             La  misma Virgen reveló a santa Brígida, que no hay pecador tan frío en el divino  amor, que invocando su santo nombre con propósito de convertirse, no consiga  que el demonio se aleje de él al instante. 
            Y otra vez le declaró que todos los  demonios sienten tal respeto y pavor a su nombre que en cuanto lo oyen  pronunciar al punto sueltan al alma que tenían aprisionada entre sus garras.
                          Y así como se alejan de los pecadores los ángeles rebeldes al oír invocar el  nombre de María, lo mismo -dijo la   Señora a santa Brígida- acuden numerosos los ángeles buenos a  las almas justas que devotamente la invocan.
                          Atestigua san Germán que como el respirar es señal de vida, así invocar con  frecuencia el nombre de María es señal o de que se vive en gracia de Dios o de  que pronto se conseguirá; porque este nombre poderoso tiene fuerza para  conseguir la vida de la gracia a quien devotamente lo invoca. 
            En suma, este  admirable nombre, añade Ricardo de San Lorenzo es, como torre fortísima en que  se verán libres de la muerte eterna, los pecadores que en él se refugien; por  muy perdidos que hubieran sido, con ese nombre se verán defendidos y salvados.
              
              Torre defensiva que no sólo libra a los pecadores del castigo, sino que  defiende también a los justos de los asaltos del infierno. Así lo asegura el  mismo Ricardo, que después del nombre de Jesús, no hay nombre que tanto ayude y  que tanto sirva para la salvación de los hombres, como este incomparable nombre  de María. 
              
              Es cosa sabida y lo experimentan a diario los devotos de María, que  este nombre formidable da fuerza para vencer todas las tentaciones contra la  castidad. 
              
              Reflexiona el mismo autor considerando las palabras del Evangelio:  "Y el nombre de la Virgen  era María" (Lc 1,27), y dice que estos dos nombres de María y de Virgen  los pone el Evangelista juntos, para que entendamos que el nombre de esta  Virgen purísima no está nunca disociado de la castidad. 
              
              Y añade san Pedro  Crisólogo, que el nombre de María es indicio de castidad; queriendo decir que  quien duda si habrá pecado en las tentaciones impuras, si recuerda haber  invocado el nombre de María, tiene una señal cierta de no haber quebrantado la  castidad.
              
              Así que, aprovechemos siempre el hermoso consejo de san Bernardo: "En los  peligros, en las angustias, en las dudas, invoca a María. Que no se te caiga de  los labios, que no se te quite del corazón". 
              
              En todos los peligros de  perder la gracia divina, pensemos en María, invoquemos a María junto con el  nombre de Jesús, que siempre han de ir estos nombres inseparablemente unidos.  No se aparten jamás de nuestro corazón y de nuestros labios estos nombres tan  dulces y poderosos, porque estos nombres nos darán la fuerza para no ceder  nunca jamás ante las tentaciones y para vencerlas todas. 
            Son maravillosas las  gracias prometidas por Jesucristo a los devotos del nombre de María, como lo  dio a entender a santa Brígida hablando con su Madre santísima, revelándole que  quien invoque el nombre de María con confianza y propósito de la enmienda,  recibirá estas gracias especiales: un perfecto dolor de sus pecados, expiarlos  cual conviene, la fortaleza para alcanzar la perfección y al fin la gloria del  paraíso. Porque, añadió el divino Salvador, son para mí tan dulces y queridas  tus palabras, oh María, que no puedo negarte lo que me pides.
                          En suma, llega a decir san Efrén, que el nombre de María es la llave que abre  la puerta del cielo a quien lo invoca con devoción. Por eso tiene razón san  Buenaventura a llamar a María "salvación de todos los que la  invocan", como si fuera lo mismo invocar el nombre de María que obtener la  salvación eterna. 
            También dice Ricardo de San Lorenzo que invocar este santo y  dulce nombre lleva a conseguir gracias sobreabundantes en esta vida y una  gloria sublime en la otra. Por tanto, concluye Tomás de Kempis: 
              
              "Si  buscáis, hermanos míos, ser consolados en todos vuestros trabajos, recurrid a  María, invocad a María, obsequiad a María, encomendaos a María. Disfrutad con  María, llorad con María, caminad con María, y con María buscad a Jesús.  
              
              Finalmente desead vivir y morir con Jesús y María. Haciéndolo así siempre iréis  adelante en los caminos del Señor, ya que María, gustosa rezará por vosotros, y  el Hijo ciertamente atenderá a la   Madre".
              
              Muy dulce es para sus devotos, durante la vida, el santísimo nombre de María,  por las gracias supremas que les obtiene, como hemos visto. Pero más consolador  les resultará en la hora de la muerte, por la suave y santa muerte que les  otorgará.
              
El P. Sergio Caputo, jesuita, exhortaba a todos los que asistieran a  un moribundo, que pronunciasen con frecuencia el nombre de María, dando como  razón que este nombre de vida y esperanza, sólo con pronunciarlo en la hora de  la muerte, basta para dispersar a los enemigos y para confortar al enfermo en  todas sus angustias. 
De modo parecido, san Camilo de Lelis, recomendaba muy  encarecidamente a sus religiosos que ayudasen a los moribundos con frecuencia a  invocar los nombres de Jesús y de María como él mismo siempre lo había  practicado; y mucho mejor lo practicó consigo mismo en la hora de su muerte,  como se refiere en su biografía; repetía con tanta dulzura los nombres, tan  amados por él, de Jesús y de María, que inflamaba en amor a todos los que le  escuchaban.
Y finalmente, con los ojos fijos en aquellas adoradas imágenes, con  los brazos en cruz, pronunciando por última vez los dulcísimos nombres de Jesús  y de María, expiró el santo con una paz celestial. 
Y es que esta breve oración,  la de invocar los nombres de Jesús y de María, dice Tomás de Kempis, cuanto es  fácil retenerla en la memoria, es agradable para meditar y fuerte para proteger  al que la utiliza, contra todos los enemigos de su salvación.
              ¡Dichoso -decía san Buenaventura- el que ama tu dulce nombre, oh Madre de Dios!  Es tan glorioso y admirable tu nombre, que todos los que se acuerdan de  invocarlo en la hora de la muerte, no temen los asaltos de todo el infierno.
              
              Quién tuviera la dicha de morir como murió fray Fulgencio de Ascoli, capuchino,  que expiró cantando: "Oh María, oh María, la criatura más hermosa; quiero  ir al cielo en tu compañía". O como murió el B. Enrique, cisterciense, del  que cuentan los anales de su Orden que murió pronunciando el dulcísimo nombre  de María.
              
              Roguemos pues, mi devoto lector, roguemos a Dios nos conceda esta gracia, que  en la hora de la muerte, la última palabra que pronunciemos sea el nombre de María,  como lo deseaba y pedía san Germán. 
              
              ¡Oh muerte dulce, muerte segura, si está  protegida y acompañada con este nombre salvador que Dios concede que lo  pronuncien los que se salvan!
              
              ¡Oh mi dulce Madre y Señora, te amo con todo mi corazón! Y porque te amo, amo  también tu santo nombre. 
              
              Propongo y espero con tu ayuda invocarlo siempre  durante la vida y en la hora de la muerte. Concluyamos con esta tierna plegaria  de san Buenaventura: 
              
              "Para gloria de tu nombre, cuando mi alma esté para  salir de este mundo, ven tú misma a mi encuentro, Señora benditísima, y  recíbela". 
              
              No te desdeñes, oh María -sigamos rezando con el santo- de  venir a consolarme con tu dulce presencia. Sé mi escala y camino del paraíso.  Concédele la gracia del perdón y del descanso eterno. Y termina el santo  diciendo: "Oh María, abogada nuestra, a ti te corresponde defender a tus  devotos y tomar a tu cuidado su causa ante el tribunal de Jesucristo".