52- Todas las gentes Me llamarán bienaventurada(Lc)
¿Quién puede deciros mejor que yo cómo era Jesús de niño y luego de joven? Yo soy su Madre, he respirado con Él y he sufrido por Él y con Él. Cuando llegó al mundo fue como un encanto: lo encontré entre mis brazos, puesto por los Arcángeles, que me lo habían presentado. Gabriel, un arcángel, no una visión, realidad, no una luz: una figura con rostro de muchacho y el cuerpo como estatua, Miguel el que defiende y protege. ¡Los hombres no creen en los Ángeles! ¡Los hombres de vuestro tiempo verán lo que sucede cuando la fe está muerta en los corazones! La única salvación es este revelarse de Jesús, que habla a través de criaturas escondidas y elegidas; y el mundo aún no cree, aún no comprende.
Cuando Jesús crecía, era un niño como los demás, era verdadero hombre y al mismo tiempo Dios, clarividente y sabio, pero no se dio a conocer como un sabio sino a los doctores; y luego partió aquel amanecer dejándome el corazón desgarrado. Sabía que lo perdería. Yo, Myriam, era una madre, una criatura humana y el dolor es dolor. Aunque luego será felicidad y gloria, el dolor es un don, un regalo de Dios, que no se comprende en la Tierra, y también Yo lo conocí, como lo conoció Jesús, en el espíritu y en la carne. No fue fácil para Él hablar, predicar, andar; ¡fue sudor y fatigas, calor, frío, cansancio!
Verdadero hombre: quiso conocer todos los matices del dolor humano. Sufría por los que no harían buen uso de su Palabra; sufría porque amaba, y el amor es entregarse, es sacrificio. Conociendo los verdaderos valores, Él no se preocupaba por las cosas materiales. Él amaba la belleza de la naturaleza, pensamiento de Dios, procedente de Dios, prueba de Dios. Él, verdadero Dios, sabía. Yo fui Madre y, a pesar de la grandeza de lo que me sucedió, me parecía casi normal, y a veces increíble. Todo lo grande que nos sucede por la voluntad de Dios, nos parece normal y a veces increíble. Por eso nos gusta estar escondidas, no queremos que nos distraigan las cosas vanas.
Cuando Jesús era pequeño, lo miraba con gozo, y con dolor; sabía, y la sombra de la Cruz oscurecía mi alegría de aquellos días de paz... No siempre sabía: era un instrumento de Dios y los instrumentos de Dios saben cuando Dios obra en ellos. Cuando Jesús fue al Templo, Yo no sabía dónde estaba y viví horas de angustia. Nuestra vida en esa casa que muchos de vosotros conocéis y que otros no creen que sea aquella casa, era simple, y era una vida grande y pequeña a la vez. Jesús me hablaba de vosotros los hombres, ¡mis hijos, sus hermanos! Immi(1), tú sabes que he venido a redimirlos y tú también conmigo, con tu dolor y tu amor. ¡La Redención!
El mundo siguió avanzando a través de los siglos, el Hijo del hombre volverá y separará el trigo de la cizaña...
Nuestra vida, nuestra historia, a menudo se cuenta como si fuera una leyenda, y no hubo ninguna romántica imaginación, es una realidad. Yo, madre, mujer y no por ello débil; José, un padre terrenal sumamente amoroso y justo; Jesús, verdadero hombre y verdadero Dios. Una familia normal a los ojos del mundo.
Lo que es sagrado aparenta normal, lo sagrado está adentro, no se manifiesta con alharaca, se reconoce luego, por los hechos y por la sustancia. Lo que Jesús ¡ha dicho al mundo, está resumido en el Evangelio: pocas palabras que tienen un alcance enorme para todos los tiempos y son siempre nuevas. Él hizo muchos milagros, dijo muchas palabras, obró mucho, pero toda su obra, toda su Palabra, todos sus milagros provienen de una palabra sola: ¡Amor!
Vosotros os preguntáis muchas cosas, vosotros tenéis dudas, vosotros no entendéis el dolor; vosotros no podéis comprender, y es así porque si los hombres supieran todo, no habría verdadero mérito. El dolor se acepta, se soporta: ¡pero es dolor! Es mérito, don, puerta que cada criatura, en mayor o menor medida, debe traspasar. Y en la tierra existe también la serenidad: es la paz del espíritu en gracia. Existe la esperanza.
Íbamos hacia Nazaret, volvíamos del mercado, teníamos harina, miel, cebollas y sal...
"¡Yo llevaré la carga más pesada, Immi!"
(1) "Immi" en arameo significa "Mamá"