Primera Parte
21.2» Paul Claudel
Parte 2
Autor: P. Angel Peña O.A.R
Me atrevo a decir que realicé una defensa valiente. Y la lucha fue leal y completa. Nada se omitió. Utilicé todos los medios de resistencia imaginables y tuve que abandonar una tras otra las armas que de nada me servían.
Ésta fue la gran crisis de mi existencia, esta agonía del pensamiento sobre la que Arthur Rimbaud escribió: “El combate espiritual es tan brutal como las batallas entre los hombres”.
Los jóvenes que abandonan tan fácilmente la fe no saben lo que cuesta reencontrarla y a precio de qué torturas. El pensamiento del infierno, el pensamiento también de todas las bellezas y de todos los gozos a los que tendría que renunciar, si volvía a la verdad, me retraían de todo.
Pero, en fin, la misma noche de ese memorable día de Navidad, después de regresar a mi casa, tomé una Biblia protestante que una amiga alemana había regalado, en cierta ocasión, a mi hermana Camille.
Por primera vez, escuché el acento de esa voz tan dulce y, a la vez, tan inflexible de la Sagrada Escritura, que ya nunca ha dejado de resonar en mi corazón. Yo sólo conocía por Renán la historia de Jesús y, fiándome de la palabra de ese impostor, ignoraba, incluso, que se hubiera declarado Hijo de Dios.
Cada palabra, cada línea desmentía con una majestuosa simplicidad, las impúdicas afirmaciones del apóstata, y me abrían los ojos... Sí, era a mí, a Paul, entre todos, a quien se dirigía y prometía su amor. Pero, al mismo tiempo, si yo no le seguía, no me dejaba otra alternativa que la condenación.
Ah, no necesitaba que nadie me explicara qué era el infierno, pues en él había pasado yo mi “temporada”.
Esas pocas horas bastaron para enseñarme que el infierno está allí, donde no está Jesucristo. ¿Y qué me importaba el resto del mundo, después de este ser nuevo y prodigioso que acababa de revelárseme?
En una carta que escribió en 1904 a Gabriel Frizeau le dice:
Asistía yo a Vísperas en Notre Dame y, escuchando el Magnificat, tuve la revelación de un Dios que me tendía los brazos...
Pero el hombre viejo resistía con todas sus fuerzas y no quería entregarse a esta nueva vida que se abría ante él...
El sentimiento que más me impedía manifestar mi convicción era el respeto humano. El pensamiento de revelar a todos mi conversión y decírselo a mis padres...
Manifestarme como uno de los tan ridiculizados católicos me producía un sudor frío. No conocía un solo sacerdote.
No tenía un solo amigo católico... Pero el gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios, fue la Iglesia.
¡Sea eternamente alabada esta gran Madre en cuyo regazo he aprendido todo! Pasaba los domingos y muchos días de entre semana en la iglesia de nuestra Señora... No acababa de saciarme del espectáculo de la santa misa y cada una de las acciones del sacerdote se imprimía en mi espíritu y corazón...
¡Cómo envidiaba a los cristianos que iban a comulgar! En cambio, yo apenas me atrevía a deslizarme los viernes de Cuaresma entre los que iban a besar la corona de espinas...
Al fin, concentrando todo mi valor, me fui a un confesionario de san Medardo, mi parroquia. Hallé un sacerdote misericordioso y fraternal, el Padre Menard y, más tarde, al Padre Villaume, que fue mi director y mi padre amado.
Aún ahora no ceso de sentir su protección desde el cielo.
Hice mi segunda comunión en el mismo día de Navidad de 189018.
18 Ma conversion, en Les Temoins de la revista Renouveau Catholique de Th. Mainage, pp. 63-71.
También puede verse este testimonio en internet www.capellania.org