Primera Parte
28.2» María Benedicta Daiber
Parte 2
Autor: P. Angel Peña O.A.R
Pensé en mis padres, recordé sus ideas hostiles a la Iglesia, se me presentó el profundo dolor que les causaría mi conversión y cómo interiormente me separaba de ellos.
Se libró en mi alma una lucha formidable, que terminó al amanecer con la derrota de Dios. Resolví no hacerme católica y así se lo comuniqué a mi madrina...
Fueron semanas y meses de indecible sufrimiento, en que mi solo consuelo era pasar largas horas de silenciosa adoración a los pies de Jesús sacramentado.
Oí todas las misas que podía ir, de vez en cuando, al convento de los capuchinos. Allí un anciano sacerdote trataba con bondad paternal de sostenerme en mis luchas y consolarme...
Volví a Puerto Octay a pasar mis vacaciones (con mis padres).
Uno de los sufrimientos más duros fue la privación de la santa misa.
En ella encontraba luz, consuelo, fuerza y paz. Una sola vez les arranqué el permiso para oír misa...
Pero todas las tardes, desde mi cuarto, hacía en espíritu una visita a Jesús sacramentado y miraba por la ventana la torre de la iglesia parroquial...
Para encontrar un pretexto que justificara mis actitudes (de no hacerme católica) alegaba la infalibilidad del Papa, único dogma del cual no estaba convencida.
El error entre muchos protestantes, que mi madre me había enseñado, es pensar que infalible significa, a la vez, no estar sujeto a ningún error y ser impecable.
¡Yo había creído que cada palabra salida de la boca del Papa debía aceptarse como infalible!
Una vez que se me explicó el verdadero sentido del dogma, lo acepté sin la mayor dificultad.
Por fin, un 8 de setiembre, fecha que yo misma fijé por ser fiesta de la Santísima Virgen, me bautizaron bajo condición...
Al día siguiente, hice mi primera comunión en la capilla de la Universidad Católica.
Sin embargo, aunque yo tenía esa tranquilidad que se siente, cuando se cumple la voluntad de Dios, ni el día de mi bautismo, ni el de mi primera comunión tuve consuelos sensibles.
Solamente, al comulgar por segunda vez, el día del Dulce Nombre de María, experimenté en toda su extensión la dicha inmensa de ser católica y ese sentimiento duró semanas y meses... Nadie en adelante podría impedir que comulgara.
Simplemente, vi delante de mí una tarea, una misión: la de lograr que también mis padres participaran de mi dicha y se hicieran católicos...
Escribí a todos los conventos de carmelitas para solicitar oraciones y recorrí casi todo Santiago, pidiendo oraciones a las comunidades religiosas.
Me parecía que el resultado de tantas oraciones debía ser inmediato, pero Dios quiso enseñarme a ser más paciente y esperar contra toda esperanza, pues durante varios años, las oraciones no producían ningún resultado...
Pero, al final, se convirtieron.
¡Qué felicidad ver a mi padre comulgar silencioso y recogido, dichoso con la visita de su Dios!
¡Cómo compensaban ampliamente esos momentos los cuatro años de angustia y temores por su salvación que había pasado!...
Mi madre comulgaba diariamente y se confesaba todas las semanas y me decía:
“He estado tantos años lejos de Dios, que ahora quiero recuperar el tiempo perdido...”
Mi madre amaba de modo especial a Jesús sacramentado. Los domingos y fiestas casi no salía de la Iglesia. Cuando podía, asistía a la adoración nocturna.
La noche del día que murió, la pasé entre mi madre y Jesús sacramentado en la iglesia del colegio del buen pastor y la pasé cantando. Nadie perturbaba mi dulce soledad.
En el silencio de la noche me parecía que de lejos, de los esplendores de la gloria, me contestaban, porque para el alma que vive de fe, no hay más muerte que el pecado.
Lo que el mundo llama muerte es el comienzo de la verdadera vida.
¿Por qué había yo de llorar a la que viviría eternamente?
El cielo es la última palabra de amor de Dios a los hombres y allí espero cantar un día yo también eternamente las misericordias del Señor44
María Benedicta Daiber escribió su Diario, publicado por el arzobispado de Barcelona con el título La fuerza del amor. Su proceso de beatificación está en marcha.
44 María Benedicta Daiber, Y yo te venceré, publicado por Mons. José Ignacio Alemany, Lima.