Primera Parte
28.2» María Benedicta Daiber
Parte 1
Autor: P. Angel Peña O.A.R
María Benedicta Daiber (1913-1971) relata su conversión en su escrito Y yo te venceré.
Sus padres eran de origen alemán, protestantes, aunque habían perdido la fe y fueron a residir a Chile, en donde su padre era el médico de un pequeño pueblecito llamado Puerto Octay.
Dice ella:
A los ocho o diez años era yo una atea consumada. Mi padre repetía continuamente en mi presencia: No hay Dios... Como en Puerto Octay, la mayoría de los habitantes eran católicos, oía hablar algunas veces de la Santísima Virgen...
Un día, movida por un impulso misterioso, repetí tres veces el nombre dulcísimo: “María, María, María”. Y largo rato estuve como absorta en algo que, entonces, no sabía definir...
A los doce años cayó en mis manos una Biblia. Tengo que confesar que, literalmente, devoré los Evangelios y, por primera vez, comprendí el vacío inmenso que deja en el alma la falta de fe. Me atormentaban ya estas preguntas:
“¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿por qué existo?” Y la vida me parecía triste, sin sentido y vacía... Mi madre quiso enseñarme historia eclesiástica, pero era la historia vista a través del odio a la Iglesia y yo bebía a torrentes ese odio en las enseñanzas de mi madre.
Era el odio al Papa, al clero... Los sacerdotes, me decía mi padre, son unos hipócritas, que explotan al pueblo y no creen lo que enseñan...
Un día, tenía aproximadamente quince años, mi padre me llevó al hospital y, mientras él visitaba a sus enfermos, yo me quedé en un saloncito. Había allí un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, del cual mi padre se burlaba continuamente.
Ese cuadro encarnaba para mí, por decirlo así, todo cuanto odiaba en el catolicismo. Así que, ese día, me coloqué frente a la imagen de aquel Corazón, que tanto ama a los hombres, y amenazándolo con ambas manos, le dije que lo odiaba, que odiaba a su Iglesia, a sus sacerdotes y que estaba resuelta a hacer todo el mal posible a esta Iglesia.
En ese mismo instante, resonaron en el fondo de mi alma, estas palabras: “Y yo te venceré”.
Aterrada y presa de espanto, volví las espaldas al cuadro y, por primera vez, comprendí que un día yo, que odiaba tanto a la Iglesia, sería católica.
No confesé a nadie lo sucedido; pero, durante meses me negué a acompañar de nuevo a mi padre al hospital. No quería encontrarme otra vez a solas con Jesús.
En marzo de 1922 (a los dieciocho años), mi padre me llevó a Santiago (Chile) para estudiar en el Liceo... Quise asistir a la clase de religión, pero una de las profesoras, sabiendo que no era católica, me lo impidió...
Un buen sacerdote trató de probarme la existencia de Dios, pero todo fue inútil.
Entonces, aprendí el Padrenuestro, el Avemaría, la Salve, el Acordaos... Sólo quería que me enseñara oraciones a la Virgen y, en las tardes, hacía mi visita a la Madre de Dios, me arrodillaba ante su altar y le repetía una y otra vez las oraciones que había aprendido.
Si aquel sacerdote no logró convencerme de la existencia de Dios, obtuvo sin embargo, un resultado que no sospechó jamás. Mi convicción íntima era que los sacerdotes no creían y sólo explotaban la credulidad del pueblo, y pude observar que él se sacrificaba por mí, sin que yo le pagara nada...
Lo veía frecuentemente en una iglesia cerca del Liceo en intensa oración y esto me impresionaba profundamente. Y pensé:
No es cierto que todos los sacerdotes católicos sean unos hipócritas, mis padres me han engañado en este punto.
¿Será la religión católica la verdadera?
Comencé a decir está oración: “Dios mío, si acaso existes, dame fe”.
En setiembre de 1922 se celebró el II Congreso Eucarístico nacional en Santiago. Mi madrina me llevó a la plaza Brasil para que viera pasar a Nuestro Señor.
Así vi por primera vez a Jesús hostia y al ver la hostia santa, tuve la seguridad absoluta: “Ahí está Dios”. Sentí de tal manera la presencia de Dios, que arrastré a mi pobre madrina en pos de Jesús sacramentado hasta la iglesia a la cual se dirigía la procesión.
En aquel instante, creí en Dios...
Aquella noche de agosto me acosté con el rosario en las manos, tranquila y feliz, porque había encontrado la fe.
A las pocas horas, desperté presa de angustia indecible.
Pensé en mis padres, recordé sus ideas hostiles a la Iglesia...
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Segunda Parte
44 María Benedicta Daiber, Y yo te venceré, publicado por Mons. José Ignacio Alemany, Lima.