11» Fidelidad - Parte 1
Autor: P. Angel Peña O.A.R
La fidelidad es una virtud que todo casado debe desear y debe pedir a Dios insistentemente todos los días de su vida. Es una gracia y un regalo de Dios, pero hay que pedirlo sin descanso.
En el mundo en que vivimos, son muchas las tentaciones que acechan por todas partes. Por ello, hay que poner los medios personales convenientes para alejarse de la tentación, es decir, de ciertos lugares o personas que pueden ser peligrosos.
La fidelidad no es algo añadido al matrimonio, sino su consecuencia natural. Sin embargo, ¡cuánto sufrimiento empaña la vida de las parejas a causa de la infidelidad de uno de los dos!
Hay un cuento, que habla de cierto lugar de la India en que vivía una pareja de novios, Lelia y Rama, separados por un río.
Un día, el novio se enfermó gravemente y la novia quiso ir a cuidarlo. Pero el río había crecido mucho y no podía vadearlo. Entonces, le pidió al barquero que le hiciera pasar.
Como no tenía dinero, el barquero le dijo que, si estaba con él íntimamente, podía pasarla gratis. Ella lo pensó y aceptó, porque el pensamiento de poder pasar y cuidar a su novio era lo más importante para ella en ese momento.
Quiso hacer aquel sacrificio por amor a él. Cuando llegó a la casa del novio, alguien ya se lo había comunicado. Y el novio, con rabia, le dijo:
Márchate de mi casa, no quiero verte nunca más. Has manchado nuestro amor con tu deshonra.
Ahora, pensemos en la mujer samaritana del Evangelio. Era una mujer con un gran deseo de ser feliz. Hoy diríamos que conocía bien sus derechos y no se dejaba mandar por su esposo.
Era una mujer temperamental y, por eso, siempre descubría defectos en cada marido. Tuvo seis y el último no era suyo. Parece que se lo había quitado a otra con sus dotes femeninas.
Jesús le dice: Cinco maridos has tenido y el que ahora tienes, no es tu marido (Jn 4, 18).
Pero con tantos cambios de marido no era feliz, no había encontrado al esposo perfecto. Por eso, cuando encuentra a Jesús, le pide:
Dame de esa agua para que no tenga sed ni tenga que venir aquí a buscarla (Jn 4, 15).
Ella buscaba, sobre todo, el agua de la felicidad, y su encuentro con Jesús cambió su vida, convirtiéndose en evangelizadora entre sus paisanos.
Les dice: Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será el Mesías?... Y muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por la palabra de la mujer…
Y le decían a la mujer: Ya no creemos por tus palabras, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que Él es verdaderamente el Salvador del mundo (Jn 4, 29.41). Cuando encontró a Jesús en su vida, comenzó a ser feliz.
Otro caso es el de la mujer adúltera. Era una buena mujer, trabajadora y preocupada por atender a sus hijos. Pero era débil y se enamora de otro hombre, porque su esposo parece que ya no la trataba como merecía. Y Jesús aparece en su vida.
Los fariseos y escribas se la presentaron para preguntarle qué debían hacer, porque la ley de Moisés mandaba apedrear a las adúlteras.
Ella estaba arrepentida y se sentía avergonzada delante de todos. Pero ya no había remedio. Ya no había vuelta atrás. Y Jesús la defiende y dice a sus acusadores:
El que esté sin pecado que tire la primera piedra (Jn 8, 7). Y, comenzando por los más ancianos, se retiraron uno a uno.
Probablemente, ellos eran más pecadores que ella y tuvieron miedo de enfrentarse a Jesús. Pero Jesús no la justificó. No le dijo: Pobrecita, tu esposo no te quiere y te maltrata. Bueno, de vez en cuando, puedes darte un paseo con tu vecino sin que nadie se entere. No.
Jesús le dice: ¿Nadie te ha condenado? Yo tampoco te condeno, pero vete y no peques más. Jesús reconoce que ha pecado y, por eso, le dice: Vete y no peques más.
Jesús no la justifica ni le dice: Sepárate y vete con el vecino. No. Esas son soluciones humanas, cuando falta fe y compromiso.
El matrimonio es para toda la vida y el Sí que se dio ante Dios, es para toda la vida.