X 1a.
                  El nombre de María es dulcísimo en vida
y en muerte.
             
             
            
             No  fue inventado en la tierra el nombre santísimo de María, como lo son los  nuestros, sino que descendió del Cielo por divina ordenación, según afirman San  Antonino, San Epifanio y otros muchos escritores sagrados.
               
Del trono de la divinidad salió vuestro  excelso nombre, Señora, como el más excelente de todos, después del nombre adorable de Jesús, habiendo  querido la   Santísima Trinidad señalaros y enriqueceros con  uno tan santo, que, oyéndole pronunciar, doblen la rodilla el Cielo, la tierra y los  abismos. 
               Mas, entre las  otras excelencias que el Señor le concedió, veamos ahora cuan dulce le hizo a sus devotos, así en la  vida como en la muerte. 
               
               En vida, su nombre santísimo, dice un santo anacoreta, es la misma dulzura y suavidad  celestial. El glorioso San Antonio  de Padua hallaba tanta en él como San  Bernardo en el sacrosanto de Jesús: El nombre de Jesús, decía el  uno; el nombre de María, respondía  el otro, es júbilo al corazón, miel en la boca, música al oído. 
               
               El Beato Juvenal Ancina, obispo de  Saluzzo, siempre que pronunciaba el nombre de María sentía en la boca una  dulzura sensible, tan suave, que se relamía  los labios; y otro tanto afirma  Marsilio, obispo, de una devota mujer de Colonia, por cuyo consejo,  practicándolo él, empezó también a sentir  el mismo sabor, y muy exquisito.  
               
               Hasta los ángeles preguntaban repetidas veces el día de su gloriosa Asunción (Cant., 3, 6): ¿Quién  es Esta?, por oír reiterado su dulcísimo nombre,  de tanta delicia para ellos. 
               
               Mas aquí no hablamos del gusto sensible,  porque éste se concede a pocos, sino de la  dulzura saludable de consuelo, amor,  alegría, confianza y fortaleza que  de ordinario da esté suavísimo nombre a todos los que le invocan  devotamente. 
               
               Después del santo nombre de  Jesús, es el de María tan rico de  bienes soberanos, que ni en la tierra ni en el Cielo resuena otro con el cual experimenten las almas  piadosas tantas avenidas de gracia, confianza  y dulzura; porque en sí contiene suavidad tan inefable, que siempre que  llega a los corazones de los amigos sienten  como fragancia y recreo de santidad.  
               
               Y su maravillosa propiedad es que,  oído mil veces de los amantes de María, mil veces les parece nuevo, mil veces prueban el mismo gozo y dulzura. 
               
               Decía el B. Enrique  Suson que al oírle o pronunciarle  se le reanimaba tanto la esperanza y tanto  se le enardecía el corazón, que entre el júbilo y lágrimas, que le empezaban a correr en abundancia, deseaba  exhalar el espíritu por la boca, pareciéndole  que este delicioso nombre se le derretía  como un panal en el fondo del alma; y así le dice:
               
¡Oh nombre suavísimo de María! ¿Qué será la persona que tiene nombre tan dulce, si tan  lleno está sólo él de gracia y  amabilidad? ¡Oh excelsa, oh piadosa, oh dignísima de toda alabanza!, no  se puede pronunciar vuestro nombre sin que  inflame los corazones, ni pensar en  él sin recrear y alegrar los ánimos  de todos los que os aman.
Y si hablar de tesoros alegra tanto a los pobres, ¡cuánto más nos debe regocijar a nosotros vuestro santo nombre, más deseable y precioso que todas las riquezas  del mundo, más eficaz y poderoso para aliviar los males de la vida presente que todos los remedios terrenos! 
Lleno está de gracia y bendiciones divinas, como dice San Metodio, ni puede nunca ser proferido sin hacer bien a quien le pronuncie con afecto de devoción. 
Esté duro un corazón más que la piedra, sienta en sí gran desaliento y desconfianza,  dice el sabio Idiota, si llega a proferir vuestro nombre, oh María, es tanta su  divina  virtud, que al instante se  alentará, ablandará y trocará en otro muy  diverso que antes, porque Vos confortáis al pecador, animándole a  esperar y disponiéndole a recibir la  gracia.
En fin, escribe San  Ambrosio, es vuestro nombre bálsamo lleno de celestial fragancia, y así, Virgen piadosísima, os pido que descienda hasta lo íntimo de mi corazón, concediéndome que le traiga siempre estampado en él con amor y confianza, pues quien os tenga y  os nombre así, puede estar seguro de  haber alcanzado ya la gracia divina, o, a lo menos, prenda segura de  haberla pronto de poseer.
Su solo recuerdo,  dice Landulfo de Sajonia, consuela a los afligidos, vuelve a los extraviados al sendero de la salud y conforta a los pecadores temerosos, para que no se dejen vencer por la desesperación.
Con sus cinco llagas dio al mundo el Salvador el remedio de todos los males, y Vos, con vuestro nombre  dulcísimo, que tiene cinco letras,  alcanzáis a cada hora perdón a los  pecadores. 
¡Dichoso el que a la hora de la muerte le invoque  confiadamente! Gracia especial será y signo  muy cierto de salvación. 
               Por esto el santo  nombre de María es comparado al bálsamo en los sagrados Cantares (1, 2): Bálsamo derramado es tu nombre. Así como el bálsamo sana a los enfermos,  difunde el olor y enciende la llama, así el  nombre de María sana a los  pecadores, recrea los corazones y los inflama en  el divino amor. 
               
               Por lo cual los  pecadores han de acudir a este gran nombre, pues él solo bastará para curarlos  de todos sus males, asegurando que no hay enfermedad tan maligna que no ceda al  instante a la fuerza de este nombre. 
               
               Al contrario, los demonios, afirma Tomás  de Kempis, temen de tal manera a la Reina del Cielo, que  al pronunciar su nombre huyen de quien le profiere como de un fuego que abrasa.  
               
               La misma bienaventurada Virgen reveló a  Santa Brígida que no hay en esta vida pecador tan tibio en el amor divino que, invocando su santo nombre, con propósito  de enmendarse, no ahuyente luego de él al demonio.  
               
               Y se lo confirmó diciéndole que todos los demonios de tal modo veneran  su nombre y le temen, que al oírle resonar desprenden luego del alma las uñas con que la tenían asida. 
               
               Y así como los ángeles rebeldes huyen de  los pecadores que invocan el nombre de María, así, por el contrario, dijo la  misma nuestra Señora a Santa Brígida, los ángeles buenos se aproximan mucho más a las almas justas que con devoción lo profieren. 
               
               Y atestigua San Germán que así como la respiración  es señal de vida, así también el pronunciar a menudo el nombre de María es  señal, o de vivir ya en la divina gracia o de que presto vendrá la vida; pues este poderoso nombre tiene  la virtud de alcanzar el auxilio y la vida a quien  devotamente le invocare. 
               
               Finalmente, este  admirable nombre es como una torre inexpugnable, en la cual, acogiéndose, el  pecador se librará de la muerte; porque  esta torre celestial defiende y salva a  los pecadores más perdidos. 
               
               Con efecto, es torre, y torre de tal fortaleza, que no sólo libra a los pecadores del  castigo, sino que defiende también a los justos de los asaltos del infierno.  
               
               Después del nombre de Jesús, no hay ningún nombre en el que se halle tanto  auxilio ni que comunique tanta salud a los  hombres como el gran nombre de María; y como generalmente lo experimentan los devotos de esta buena Madre, su excelso  nombre comunica fuerza especial para vencer  las tentaciones contra la castidad.
               
Sobre las palabras de San Lucas: Y el nombre de la Virgen era María, dice un autor que el Evangelista reúne estos dos nombres de María  y de Virgen para darnos a entender que el nombre de esta purísima  Donce-Hita no debe jamás ir separado del de  la castidad. Por lo cual afirma San Pedro Crisólogo que el nombre de María es indicio de castidad, queriendo  decir que quien dudare de haber o no  pecado en las tentaciones impuras, si recordare haber invocado el nombre  de María, tendrá una señal cierta de no haber  ofendido la castidad. 
               Sigamos, pues,  siempre el admirable consejo de San Bernardo, el cual dice: En todos los peligros de  perder  la divina gracia pensemos en María, e  invoquemos a María juntamente con el nombre  de Jesús, pues estos dos nombres van estrechamente unidos. 
               
               Jamás se  aparten estos dos dulcísimos y poderosísimos nombres de nuestro corazón ni de  nuestra boca, porque ellos nos darán fuerza para no caer y para vencer todas  las tentaciones.
               
Son magníficas las gracias  que Jesucristo ha prometido a los  devotos del nombre de María, como Él mismo hablando con su santa Madre, lo manifestó a Santa Brígida, revelándole  que quien invocare el nombre de María con confianza y propósito de  enmienda recibirá tres gracias singulares, a  saber: un perfecto dolor de sus pecados, la satisfacción de ellos y la  fortaleza para llegar a la perfección: y, además, finalmente, la gloria  celestial. 
Porque, añadió el divino Salvador, son para Mí tan dulces y queridas,  oh Madre mía, tus palabras, que no puedo negarte nada de cuanto me pides. 
               
               En suma, San Efrén llega a decir que el nombre de María es la llave de la puerta del  Cielo para el que devotamente le invoca.  Por esto, el salterio mariano llama, con razón, a María Salud de todos los que la invocan. 
               
               Como si fuera lo mismo  invocar el nombre de María que alcanzar la salud eterna; porque afirma el sabio Idiota que la invocación de  este santo y dulce nombre sirve para obtener una gracia sobreabundante  en esta vida y una gloria sublime en la otra. Si deseareis, pues, oh, hermanos, concluye Tomás de Kempis, hallar consuelo en todos los trabajos, acudid a María, invocad a María, obsequiad a María, encomendaos a María. 
               
               on María regocijaos, con María llorad, con María rogad,  con María caminad, con María buscad a Jesús.  Con Jesús y María, finalmente, desead vivir y morir. Haciéndolo así, dice, siempre adelantaréis en los  caminos del Señor; pues María rogará gustosa  por vosotros, y el Hijo ciertamente escuchará a la Madre. 
               
               Muy dulce es, por tanto, ya en esta vida  el santísimo nombre de María para sus  devotos, por las innumerables  gracias que, como hemos visto, les  alcanza; pero más dulce lo hallarán en la hora suprema por la dulce y  santa muerte que les obtendrá.
               
El Padre Sertorio, de la Compañía de Jesús, exhortaba a todos los que auxiliaban a  algún moribundo que le repitieran a  menudo el nombre de María, diciendo que este nombre de vida y esperanza, pronunciado en la hora de la muerte, basta para disipar a los enemigos y para confortar  a los moribundos en todas sus angustias.
Igualmente, San Camilo de Lelis dejó muy recomendado a sus religiosos  que recordasen con frecuencia a los moribundos  el invocar el nombre de María y de Jesús, como él ya lo practicó después  consigo mismo en la hora de su muerte, en la  cual invocaba con tanta ternura los  amados nombres de Jesús y de María,  que inflamaba de amor aun a los que le  escuchaban.
Y, finalmente,  con los ojos fijos en sus adoradas imágenes y los brazos cruzados, expiró con semblante y paz celestial, invocando en las  últimas palabras que pronunció los dulcísimos nombres  de Jesús y de María. 
Esta breve oración invocando los sacrosantos nombres de Jesús y de María, dice  Tomás de Kempis, es tan fácil de retener en la memoria cuanto es dulce para considerarla, y fuerte al propio tiempo para  proteger a quien la usa de todos los enemigos de su salvación. 
  ¡Bienaventurado, dice el espejo de nuestra señora,  el  que ama vuestro dulce nombre, oh Madre de Dios! Es tan glorioso y  admirable vuestro  nombre, que todos los que se acuerdan de invocarle  en el trance de la muerte no temen los asaltos  de los enemigos. 
  
  ¡Oh, quién tuviera  la dicha de morir como murió el Padre fray  Fulgencio de Ascoli, capuchino, el cual expiró cantando: ¡Oh María! ¡Oh  María, la más hermosa de las criaturas,  quiero ir en vuestra compañía!
  
Oh, también, como murió el Beato Enrique, cisterciense, de quien se refiere  en los Anales de su Orden que  terminó su vida articulando el  nombre de María.
Ruguemos, pues, ¡oh devoto lector mío!, reguemos a Dios  que nos conceda esta gracia de que la  última palabra que pronuncien  nuestros labios en la hora de la muerte  sea  el nombre de María, como lo deseaba y rogaba San  Germán. 
¡Oh muerte dulce, muerte segura, la que va  acompañada y protegida del nombre de salud, que  Dios sólo concede invocar en la hora de la muerte a los que quiere que se  salven! 
  
  ¡Oh  dulce Madre mía, os amo, y porque os amo tengo  también amor y devoción a vuestro santísimo nombre!  Con vuestro favor y benignidad espero que le invocaré toda mi  vida, y particularmente a la hora de la muerte.
  
Por la gloria,  pues, y dignidad  de vuestro nombre dulcísimo, salid al encuentro  de mi alma cuando parta de este mundo, y recibidla en vuestros brazos  maternales, consolándola con la hermosura de  vuestra presencia, abogando por mí  en el Tribunal de la divina justicia  y poniéndome, ya perdonado, en posesión del eterno descanso.