IV 1a. 
               María ayuda prontamente a todos 
               los que la invocan
             
            
             Desterrados  y peregrinos, vamos caminando por este valle de lágrimas los hijos de Eva, reos de su misma culpa, condenados a la misma  pena y siempre lamentando los males que sufrimos de cuerpo y alma. Feliz el que entre tantas miserias vuelva con  frecuencia los ojos al consuelo del mundo,  al amparo de los afligidos, a la   Madre de Dios. Feliz, dice María (Prov., 8, 34), quien oye mis consejos y viene de continuo a las puertas de mi piedad solicitando mi patrocinio. 
                            Bien  nos enseña la santa Iglesia la solicitud y confianza con que hemos de  acudir continuamente a nuestra amorosísima Protectora ordenando venerarla con un  culto muy especial: 
               
               tantas festividades, el sábado de cada semana, tres veces al día,  y los eclesiásticos en el Oficio divino a cada hora,  por sí y a nombre de los demás fieles, sin  contar las novenas, oraciones,  procesiones y peregrinaciones a sus imágenes y santuarios en tiempo de aflicción  o calamidades. Esto es lo que la misma Señora pretende, recibiendo  nuestros obsequios, aunque tan mezquinos, con el fin de consolarnos y socorrernos al ver nuestra confianza y devoción. 
               
               Dice  el estímulo de amor que de María  Santísima fue en los tiempos  antiguos figura muy expresa aquella mujer llamada Rut, nombre que en  su lengua significa la que ve y la que se apresura; porque luego que ve nuestras miserias, viene con celeridad a remediarlas, siendo tanto el  deseo que tiene de hacernos bien, que no lo difiere para después; y como, por una parte, no es avara de  sus beneficios, y, por otra, es Madre amorosísima, corre a dispensarnos los tesoros de su  liberalidad. 
               
               ¡Oh  y cuan veloz corre a favorecer a todos los que la invocan de corazón! Tus  dos pechos sen como dos cabritillas mellizos (Caní., 4, 5). Sobre estas palabras dice  Ricardo de San Víctor que los pechos de María están prestos a dar leche de  misericordia a quien se la demanda, como para correr son veloces los cabritos.
               
La piedad de la Virgen  se derrama sobre quien la implora, aunque sólo  sea rezando un Avemaría. Y no sólo corre, sino vuela, a semejanza del Señor, que para responder a  quien le llama y  conceder lo que se le pide, en cumplimiento de su promesa, vuela veloz. 
De este  modo se entiende quién es aquella Mujer insigne del Apocalipsis (12, 14), a quien dieron  alas de águila, expresión que el Padre Ribera explica del amor con  que siempre voló hacia Dios; pero otros dicen, más a nuestro propósito, que  significa velocidad mayor que vuelo de serafín, con que acude a socorrer a  todos sus hijos. Por esto dice San Lucas en  su Evangelio (1,39) que cuando fue a visitar a su prima y a llenar de  bendición aquella casa, iba con gran  ligereza. 
Por lo mismo se dice  también en los Cantares (5, 14) que sus manos fueron  hechas a torno; porque así como el arte de tornear es más fácil y  pronto que los demás, así más pronto es María que ningún Santo en favorecer a  sus devotos Según es el deseo que tiene de consolarlos, así es la prontitud  con que acude luego que se siente llamar.  
Por eso el salterio mariano la  llama Salud de los que la  invocan; y, al decir de los  Santos, basta llamarla para ser uno  amparado, basta invocarla para salvarse; siendo mucho mayor su voluntad de  dispensarnos favores, que la nuestra de recibirlos. 
               
               Ni la muchedumbre  de nuestros pecados debe hacernos desconfiar cuando nos llegamos a sus pies, porque es Madre de misericordia, y la  misericordia no ha lugar cuando faltan miserables. 
               
               Al modo que una  madre natural no deja de atender a la cura  de un hijo tinoso, aunque le cause asco, así María no nos desecha cuando la buscamos, a pesar la fealdad de  nuestros delitos. Esto significó la piadosa  Señora cuando, como vio Santa Gertrudis, extendía su piadoso manto para  cubrir a los que venían buscando refugio en él, o mandaba a los ángeles que los defendiesen del enemigo. 
               
               Es  tanta la clemencia con que nos mira y tanto el amor que nos tiene, que no espera nuestras súplicas para socorrernos, pues (Sab., 6,  14) nos alcanza los  favores divinos antes que nosotros los solicitemos.  Hermosa como la luna es llamada,  no sólo por la apacibilidad con que  sale iluminándonos y alegrándonos, sino porque, llevada de su entrañable amor, se anticipa a nuestras súplicas y  deseos. 
               
               Esta bondad proviene, dice  Ricardo de San Víctor, de tener un  pecho santísimo tan lleno de piedad, que de suyo difunde misericordia,  sin poder oír que un alma se halle en  necesidad y no correr al punto a su  remedio. 
               
               Bien lo dio a conocer en aquella boda  del Evangelio, estando todavía en carne  mortal. Luego que advirtió el  sonrojo de los esposos, por habérseles  acabado el vino, sin que nadie se lo rogase, y únicamente movida de sus piadosísimas entrañas, se acercó a su Hijo querido y le pidió que hiciese  el milagro y consolase a aquella  familia. 
               
               No tienen vino, dijo; y el Señor, para consolar a los esposos, y mucho más dar gusto a su Madre, lo hizo benignamente. Pues si favorece así aun a los que de  Ella no se valen, ¿cuánto más pronto se mostrará en socorrer a los que la llaman con devoción? 
               
               Si  alguno lo pone en duda, oiga el testimonio de los Santos que dice: 
               
               ¿Quién  jamás acudió a María, ¡y dejó de encontrar amparo? ¿Quién, oh Virgen  Santa; recurrió a valerse de  vuestro patrocinio, con el cual podéis aliviar a todo miserable y salvar a todo pecador, y le abandonasteis?
               
No,  nunca sucedió ni sucederá que habiendo  alguno acudido a Vos, le hayáis  faltado. Y si esto se ha visto alguna vez,  «no se hable más de vuestra misericordia», dice San Bernardo:
               
«Antes faltarán los  cielos y la tierra, añade Blosio, que María  en socorrer a los que la invoquen sinceramente,  poniendo en ella su confianza.» Y aun  a veces seremos oídos más pronto recurriendo a Ella que si acudiésemos al Señor. 
               
               No porque la Madre sea más poderosa que  su Hijo, puesto que bien sabemos que nuestro único Salvador es Jesucristo, sino  porque recurriendo al Señor, y considerándolo como Juez, a quien también pertenece castigar, puede suceder  que nos falta la confianza necesaria para ser oído; pero yendo a María, que otro oficio no tiene más que  el de la misericordia para  defendernos como aboga-Ida, parece  nuestra confianza mayor y más segura. 
Y así, vemos que  muchas cosas pedimos a Dios, y no las  alcanzamos. Las pedimos a María, y las alcanzamos.  ¿Por qué? No porque sea más poderosa, sino por la razón ya dicha, y también  porque Dios quiere de esta manera honrar a su Madre Santísima. 
               
               Dulce es la promesa  que acerca de esto oyó Santa Brígida de boca  del Señor, cuando, hablando una vez a  su querida Madre, le dijo así: «Pídeme cuanto  quieras: nada te negaré. Y todos los que por tu medio busquen misericordia, con propósito de enmendarse, alcanzarán la gracia.» 
               
               Lo mismo oyó  Santa Gertrudis otra vez en que Jesús dijo a María que Él, por su omnipotencia,  le había concedido el que usase de misericordia con los pecadores, de cualquier modo que quisiese. 
               
               Repitamos todos con  gran confianza: Acordaos, Señora piadosísima, que a ninguno jamás habéis desechado. Y así, perdonadme si me atrevo a decir que no quiero ser yo el primer desdichado que deje de hallar clemencia recurriendo a Vos.