VII 1a.
                  María Santísima mira con gran compasión nuestras miserias para remediarlas
             
            
             Llamó un  escritor griego a la   Virgen Santísima la de los muchos ojos, porque es toda ojos para remediar a los desdichados que vivimos en este valle de lágrimas.
               
Estaban conjurando una vez a  un endemoniado, y el exorcista  preguntó al enemigo: Dime, ¿qué  hace María? A lo que respondió: Baja  y sube; queriendo decir que no hace otra cosa que bajar a  traer a la tierra beneficios y hacer bien a los hombres, y subir al  Cielo a presentar nuestras súplicas ante el  divino acatamiento. 
San Andrés Avelino  la llamó Procuradora del Paraíso, porque se ocupa sin interrupción en solicitar las misericordias del Señor y conseguir mercedes para justos  y pecadores. En los justos tiene  Dios puestos los ojos, dice David (Ps. 33, 16); pero la   Virgen, en los justos
             y pecadores,  porque los suyos son ojos de Madre, y la madre no sólo mira que el hijo no caiga, mas cuando cae corre a levantarle. 
               
  «Pídeme  cuanto quieras», dice a su Madre el Señor, complaciéndose en concederle todo lo que desea por el  grande amor que le tiene.
  
¿Y qué pide María? «Hijo mío, pues que Tú  me has destinado para Madre de misericordia, refugio de pecadores y abogada de miserables, y me dices  que pida cuanto quiera, pido que uses con  ellos de misericordia.» 
  
  Tanta es la vuestra, Señora, y tanto el cuidado con que atendéis al alivio y remedio de  nuestros males, que no parece tenéis en el Cielo otro empleo ni otra solicitud más que ésta. Y como la mayor  miseria es de la de los pecadores, sin descanso  rogáis por ellos. 
               
               Aun en esta vida tuvo siempre para con  los hombres un corazón tan amoroso y tierno, que jamás hubo persona tan  afligida de sus penas propias como la   Virgen de las ajenas. Bien lo mostró en aquellas bodas a donde fue convidada, como dijimos en  el capítulo anterior.
               
¿Y sería motivo para  olvidarse de nosotros el verse ahora en el Cielo tan ensalzada? No hay  que pensarlo; ni corazón tan piadoso puede nunca olvidarse de miseria tan grande como la muestra, ni a Ella le alcanza  de ninguna manera el proverbio de que honores  mutaní mores, o de que con la  gloria se olvidan las  memorias; ingratitud y proceder común  entre mundanos, los cuales, si por acaso llegan  a subir a puestos altos, se olvidan fácilmente de los amigos que dejan  en pobreza.
María, no; antes bien, se goza  de su gran poder, porque así tiene  más proporción de hacer beneficios y socorrer necesidades. El espejo de  nuestra señora le aplica las palabras que se dijeron a Rut (3,  10): 
               
               Bendita seas, porque sifué grande  tu primera misericordia, mayor es la  de ahora. Si viviendo en carne mortal eras tan clemente, más  lo eres ahora que reinas en el Cielo. 
               
               Verdaderamente es ahora mayor su misericordia maternal,  comparada con la grandeza y  continuación de los favores que nos consigue, porque desde el Cielo conoce  mejor nuestras faltas y necesidades. 
               
               Y así  como la luz del sol es mucho más  resplandeciente que la de la luna, así  la piedad de María, ahora que reina en la gloria, excede en mucho a la que tuvo antes. ¿Quién vive  en el mundo privado de la luz del sol? Y ¿A quién no alumbra y vivifica la misericordia de María?  Por eso se llama escogida como el sol (Cant., 6, 9), porque no hay quien quede excluido del calor de este sol. 
               
               Se apareció un  día Santa Inés a Santa Brígida, y le dijo:
               
«Ahora que nuestra Reina está en el Cielo unida con su  Hijo, no se olvida de su innata piedad, sino que a todos, sin excluir a ningún pecador, tiende el manto de su misericordia, y a la manera 
               que los rayos  del sol iluminan todos los cuerpos terrestres  y celestes, así no hay persona en el mundo  que no participe de su misericordia, si la pide.» 
               
               Estaba  determinado un gran pecador, en el reino de  Valencia, a hacerse turco, por huir de las manos de la Justicia,  que le buscaba, y ya iba al embarcadero, cuando, al pasar por una  iglesia donde predicaba el Padre Jerónimo  López, de la Compañía de Jesús, famoso misionero, entró y, oyéndole, quedó convertido, confesándose con él.
               
Acabada la confesión, le preguntó el misionero si  había practicado alguna devoción por la cual hubiese Dios usado con él de tan especial misericordia, y supo  que solamente había tenido la costumbre de  pedir todos los días a la   Virgen que no le  abandonase. 
               
               En otra ocasión dio en un hospital el  mismo Padre con otro pecador que había  vivido cincuenta y cinco años sin  confesarse, ni otra devoción que hacer  reverencia a las imágenes de María Santísima y suplicarle que no le dejase morir en pecado mortal. 
               
               Había  tenido una riña con un enemigo suyo, en la  cual se le rompió la espada, y creyéndose  ya perdido, volviéndose a la   Virgen, le dijo: «Ahora  me matan y me condeno; Madre de pecadores,  ayudadme»; y apenas acabó estas palabras, sin saber cómo, se halló lejos  de allí, en lugar 
¡seguro. Hizo  también confesión general, y murió ¡ con  grande confianza de su salvación. 
  
  ¡Cuan cierto es que toda se presta a todos! A todos, dice San  Bernardo, abre el seno de su 
               i misericordia, a fin de que todos reciban: el esclavo, rescate; el enfermo, salud; el triste,  consuelo; el 
                pecador, perdón; Dios, gloria, y así no haya quien carezca de su  luz y calor.
                
                ¿Quién no la amará? Dice el estimulo de  amor: Más hermosa es que el sol y más dulce que la miel; es un  tesoro inagotable de beneficencia, con todos benigna, con todos cariñosa. Os saludo con todo mi corazón.
               
Señora y Madre mía, luz de mis ojos y vida de mi alma. Perdonadme si digo que os amo; y si no soy digno de amaros, Vos sois dignísima de todo amor. 
               Santa Gertrudis supo por  revelación que siempre que se le dicen devotamente estas palabras de la Salve: Ea, pues, Señora, abogada  nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, no puede menos de  inclinarse propicia y acceder a lo que se le pide. ¡Oh Señora!, exclama San Bernardo. 
               
               Vuestra misericordia llena toda la tierra, y el  deseo ¡que tenéis de favorecernos es  tan grande, que os ¡dais por ofendida no sólo de los que os injurian ¡abiertamente (como los perversos que en el juego  blasfeman de vuestro nombre), sino de todos aquellos que no se acuerdan de Vos para pediros algunas gracias,  enseñándonos así a esperarlas mayores que nuestros méritos, pues mayores, sin comparación, las  dispensáis continuamente. 
               
               Predijo el Profeta Isaías (16, 5) que  cuando llegase el tiempo de la redención se alzaría  un trono de misericordia. ¿Y cuál es ese trono?, se pregunta en el espejo  de nuestra señora.
               
Es María, en quien  todos, justos y pecadores, hallan consuelo y amparo. Un Señor tenemos lleno de misericordia y una Señora misericordiosísima.
El Señor es todo  clemencia con los que le invocan, y la Señora, lo mismo. Sentada está en el solio del Reino de Dios, donde el  Altísimo la revistió de su autoridad y omnipotencia  para que nos dispense todo género de  beneficios y nos ayude a conseguir, por último, la eterna salvación. 
               Mientras le decía una vez Santa Gertrudis con ternísimo afecto: Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, la Virgen le señaló los  ojos del Niño que tenía en los brazos, respondiendo  así: «Estos son los ojos misericordiosísimos que yo puedo inclinar hacia todos los que me invocan.» 
               
               Otra vez, llorando a sus pies un pecador y  pidiendo que le alcanzase  misericordia, vuelta al Hijo, que tenía también en los brazos, le dijo:  «¿Y estas lágrimas se han de perder?» No  fue así, porque el Señor le perdonó. 
               
               Ni ¿cómo ha de perecer ninguno de cuantos se  valgan del amparo de tan buena Madre, estando empeñada en su favor la palabra del  Hijo, con promesa de usar con ellos de  misericordia? 
               
               Igual sois en poder y bondad, Madre piadosísima: en poder, para alcanzarnos beneficios, y en bondad, para perdonarnos. ¿Cuándo se dio caso en que no os  compadecieseis de algún miserable, siendo como  sois Madre de misericordia?
               
O ¿cuándo os faltó poder para socorrerlos,  siendo Madre del Omnipotente? ¡Ah, Señora!  Con la misma facilidad escucháis  ruegos, alcanzáis favores y socorréis miserias.
Llenaos, ¡oh Reina  felicísima!, de la gloria de vuestro Hijo;  llenaos, rebosad, y, no por nuestros  méritos, sino de pura compasión, dejad que  llegue algo a estos pobres pequeñuelos, hijos y esclavos vuestros. Y para que mis pecados no me desalienten, no  me los opongáis porque contra ellos presentaré yo vuestra piedad. 
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No se diga  nunca que hayan mis culpas altercado en juicio contra vuestras misericordia, la cual es mucho más poderosa para absolverme que mis pecados para condenarme.