II 3a. 
               María hace dulce la muerte a sus devotos
             
            
             El  amigo ama en todo tiempo y en la adversidad se conoce el hermano, dicen los Proverbios (17, 17). Pero  los amigos del mundo, como no suelen ser verdaderos, sólo duran mientras  hay prosperidad; luego  que nos ven en desgracia, y mucho más a la hora de la muerte, nos  abandonan. No lo hace así María con los suyos. 
               
               En todos los trabajos de la vida, y  especialmente en las angustias de la muerte, que son los mayores que puede  haber en este valle de lágrimas, no se aparta de sus queridos siervos, y si nuestro proceder  correspondió a la profesión de cristianos,  nos proporciona una muerte dulce y feliz.  
               
               Porque desde aquel gran día en que con tanta pena asistió en el Calvario a la muerte del Señor y caudillo de  todos los predestinados, adquirió el derecho  de asistir a la muerte de todos ellos, y por esta causa nos enseña la  santa Iglesia a decir frecuentemente en el Avemaría: 
               Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en  la hora de nuestra muerte. 
               
               Grandes son las  angustias de un moribundo, ya por los remordimientos que dejan los pecados de la vida pasada, ya por  el temor del juicio cercano, ya por las dudas de la salvación. 
               
               Todo el infierno se arma y acomete con  más violencia que nunca para arrebatar aquel alma en las puertas de la eternidad, viendo que le  quedan pocos instantes (Apoc., 12, 12), y  que si la pierde, la pierde para siempre, y el tentador, que en vida nos persiguió tan obstinadamente, no se  contenta entonces con venir solo, sino que  trae consigo otros muchos compañeros  y limadores. 
               
               Y sus casas, dice Isaías (13, 21), se llenarán  de  dragones. Diez mil se dice que  vinieron a tentar a San Andrés  Avelino a la hora de su muerte, habiendo tenido  con ellos un combate tan recio y  porfiado, que hacía temblar a los buenos religiosos que le asistían,  como en su Vida se lee, pues vieron  hinchársele la cara hasta ponerse negra,  estremecerse sus miembros, crujir los huesos,  caerle un torrente de lágrimas y dar con la cabeza violentas sacudidas, señales  todas de la batalla espantosa que estaba sufriendo. 
               
               Todos lloraban de compasión, redoblaban el fervor de las  súplicas, y al mismo tiempo estaban  espantados de ver morir a un Santo de  aquella manera, aunque, por otra parte, se consolaba advirtiendo que de  cuando en cuando levantaba la vista, como pidiendo socorro a una devota imagen  de María Santísima, que tenía delante, y  acordándose de que había dicho muchas  veces que en aquel trance sería esta  Señora su amparo y refugio. 
               
               Plugo, finalmente, a la divina Bondad que acabase la  lucha con gloriosa victoria; porque,  cesando la conmoción del cuerpo, y deshinchado y vuelto a su primer color el semblante, fijó los ojos amorosamente en  aquella imagen; hizo, como en acción  de gracias, devota inclinación a  María (que se le apareció en el acto,  según se cree), y expirando dulcemente en sus brazos maternales, voló para siempre a los gozos del Paraíso.
               
Y al mismo tiempo una religiosa capuchina, que estaba también en la agonía, se volvió  a las monjas que la asistían, y les dijo: «Recemos un Avemaría, porque ahora acaba de morir un Santo.» 
¡Oh, qué cierto es  que a la presencia de María huyen los rebeldes! Si en aquella hora la tenemos de nuestra parte, ¿qué temor nos podrán  causar todos los enemigos del infierno? 
Temeroso David de  las angustias de la muerte, se confortaba con la confianza en el Redentor que  había de venir y en los méritos de la que había de ser su Madre; dice (Ps., 22,  4): Cuando camine por la sombra de la muerte, tu vara, Señor, y tu  báculo me consolarán. 
Explica Hugo, Cardenal, por el báculo el árbol de la Cruz, y por la vara, la intercesión de María,  vara florida que  anunció el profeta Isaías (11, 1), diciendo: Saldrá una vara o vástago  de la raíz de Jese (es decir, de la familia de David, hijo de Jesé) y de ella brotará una  flor. 
Es, ciertamente,  María vara de gran  poder, vara que vence y quebranta toda la violencia de los enemigos infernales. 
Y si Ella está por nosotros,  ¿quién se nos opondrá? 
Hallándose el Padre Manuel Padial, de la Compañía de Jesús,  cercano a la muerte, se le 
apareció la  celestial Señora, llenándole de gozo, y diciéndole:
«Ya, finalmente, llegó  la hora de que te den los ángeles el  parabién, cantando así: ¡Oh trabajos  dichosos! ¡Oh mortificaciones remunerada'»  Y al mismo tiempo salió de allí, huyendo, un ejercito de enemigos, que iban rabiosamente gritando: 
«¡Ay  que nada podemos! ¡Le defiende la que no tiene mancha!»  También fue asaltado en aquel trance  el Padre Gaspar Hayevod, de la   Compañía, con una gran tentación contra la fe; pero acudiendo a la Virgen fervorosamente, se  le oyó decir en alta voz:  «Gracias os doy. Señora, de que vengáis  a socorrerme.» 
                            El autor del espejo  de nuestra señora afirma  que la Virgen manda en aquella  hora al príncipe San  Miguel, con toda su celestial milicia, para que defiendan a sus devotos,  reciban sus almas y las suban a los Cielos en triunfo. 
               
               Y aunque, como dice Isaías (14, 9)  todo el infierno se pone también en movimiento y envía a los peores  diablos, con  orden de tentar al alma  primero, y de acusarla después en el divino tribunal; con todo, si es alma que María haya tenido bajo su protección, no se  atreverá a tanto, sabiendo que nunca se  condenó ni condenará ninguna de las  que Ella patrocine. 
             Escribe San Jerónimo a la  virgen Eustoquia que María no sólo socorre a los moribundos, sino también les  sale al encuentro para  acompañarlos al tribunal divino, amparándolos bajo su manto, con lo que seguramente logran  sentencia de salvación. 
               
               Así  lo hizo con Carlos, hijo de Santa Brígida, de cuya muerte estaba la madre  temerosa, por haber muerto lejos  de su presencia y en el ejercicio peligroso de la milicia; pero nuestra Señora  le reveló que se había salvado por el amor que siempre le había tenido, para lo cual Ella misma le había  asistido al tiempo de morir, sugiriéndole todo  lo que entonces debe hacer un cristiano. 
               
               Vio al mismo tiempo al Juez sentado en su trono, y que el demonio tuvo  atrevimiento de presentarle dos quejas  contra su Santísima Madre: la primera, que le hubiese estorbado tentar a Carlos  cuando estaba para morir; la  segunda, que le hubiese llevado Ella delante del Juez, alcanzándole de  este modo la salvación, sin darle siquiera  lugar a que expusiese las razones que le asistían para probar que aquella alma era suya.
               
Pero el Señor le echó de su presencia,  y el alma de Carlos entró triunfante en la gloria. 
  
  Sus  lazos son ligaduras saludables, y en la última hora encontrarás en  Ella descanso (Eccli., 6, 31). 
  
  ¡Dichoso tú,  hermano mío, si aquella hora te encuentra  ligado con las dulces cadenas del amor de María! Estas son cadenas de salvación, que te aseguran la eterna  felicidad, y te darán a gustar por anticipación  aquella paz envidiable, principio del eterno  descanso. 
  
  Refiere el Padre Binet, en su libro  De   LAS  PERFECCIONES DE NUESTRA SEÑORA, que estando él ayudando a bien morir a  un hombre muy devoto de María Santísima, le  dijo el moribundo, poco antes de expirar: «Padre, ¡si usted supíese qué  alegría siento en esta hora de haber servido  a la Madre de Dios! No hallo palabras con que explicarlo.» 
  
  Y el Padre Suárez, por haberlo sido también (tanto, que aseguraba hubiera trocado  todo su saber por el mérito de un Avemaria) murió  con tanto gozo, que, expirando como estaba, decía: «Nunca hubiera pensado fuese cosa tan dulce el morir.»  
  
  Igual contento sentirás tú, sin duda,  devoto lector, si amas ahora a esta buena Madre;  la cual no podrá entonces dejar de mostrarse  correspondida con los hijos amantes que la hubieren fielmente servido, visitándola con frecuencia, rezando su santo Rosario, ayunando en su  honor, y, especialmente, dándole sin  cesar gracias y alabanzas por sus  continuos favores, y encomendándose  de veras a su poderoso patrocinio. 
               
               Ni el haber sido pecador algún tiempo te  quitará este consuelo, si desde hoy quieres  enmendarte y empezar a servirla con fervor; y en las tentaciones y angustia  que fraguará el demonio para desalentarte,  Ella, que es agradecida y benignísima,  te confortará con su auxilio y aun vendrá en persona para asistirte en aquella hora. 
               
               Cuenta San Pedro  Damián que, temeroso un día un hermano suyo, llamado Martín, de los pecados de la vida pasada, se puso delante de un altar  de la Virgen,  dedicándose por esclavo suyo, y atándose por señal una cinta al cuello, dijo: «Señora y espejo de pureza:  yo, pobre pecador, ofendí a Dios y a Vos,  mancillando la castidad. Ya no me queda otro remedio que ofrecerme por vuestro esclavo. 
               
               Vedme aquí; a Vos me dedico  para siempre; recibid a esté rebelde  pecador, y no me desechéis.» Y luego puso en la peana del altar unas  monedas, con promesa de traer cada año otras  tantas, en señal de tributo. Así llegó, en fin, la hora de su muerte, cuando, de pronto, empezó a decir: 
               
               «Levántense todos  y hagan acatamiento a mi Señora»; añadiendo  después: «¡Oh, qué favor, Reina del Cielo,   ¡que os dignéis visitar a  este pobre esclavo! Bendecidme, Señora, y no permitáis que se pierda mi alma después de haberme favorecido con vuestra soberana presencia.» 
               
               En esto, llegó su hermano, a  ¡quien refirió todo lo sucedido,  quejándose de que no se hubiesen  levantado los circunstantes al entrar la Virgen, y a poco expiró  plácidamente en el Señor. Tan dichosa como ésta será tu muerte, piadoso lector,  si hubieses sido fiel a María; y aunque en el tiempo pasado hayas ofendido a Dios, tendrás, arrepentido ya, una muerte dulce y feliz con su amparo maternal y asistencia amorosa. 
               
               Si te desalientan los pecados de la vida pasada, te asistirá, como lo hizo con Adolfo,  conde de Alsacia, el cual, habiendo trocado  el mundo por la religión de San  Francisco, fue muy devoto de la Madre de Dios, como se refiere en la Crónica de la Orden; y  estando ya en los últimos días de su vida, acordándose de los años mal empleados en el siglo,  y temeroso  del rigor del tribunal divino, comenzó a desconsolarse y dudar de su salvación. 
               
               Pero he aquí que María, la cual no duerme en las angustias de sus devotos, acompañada de muchos Santos, se le aparece, le conforta y le dice estas tiernas  palabras: 
               
               «Amado Adolfo, ¿cómo siendo mío temes la muerte?)» Al instante se disipó todo el temor, y murió  con indecible gozo. 
               
               Animémonos también  nosotros, aunque pecadores,  esperando que, si ahora la servimos con fidelidad,  se dignará entonces venir y asistirnos y consolamos con su amabilísima presencia, como Ella misma lo prometió a Santa Matilde, diciéndole:  
               
               «A todos los que piadosamente me sirven quiero fídelísimamente asistirles como  Madre piadosísima y consolarlos y  ampararlos.» ¡Oh Dios mío, y qué  dulce consuelo tendremos cuando, ya cercanos  a las puertas de la eternidad, y en aquel momento en que se ha de  sentenciar la causa de nuestra salvación o  condenación eterna, veamos a nuestro lado a la Reina del Cielo  asistiéndonos, animándonos y prometiéndonos  su protección! 
               
               Hay de  estos otros ejemplos innumerables. Favor  tan señalado hizo a Santa Clara de Asís, San Félix de Cantalicio, Santa Clara de Monte-Falcó, Santa Teresa, San Pedro Alcántara. Pero contemos  otros pocos para nuestro consuelo. 
               
               Refiere el Padre  Crasset, de la Compañía  de Jesús, que Santa María Oñacense vio una  vez que la Virgen Santísima estaba a la cabecera de la cama de una devota viuda de Villebroek, consolándola y  mitigándole el ardor de una calentura muy ardiente. — San Juan de Dios, estando para morir, esperaba que llegase  esta Señora, de quien había sido devotísimo; pero viendo que se tardaba,  empezó a afligirse y a quejarse quizá. Pero  cuando fue tiempo se. le apareció, y  como reprendiéndole  le su poca confianza, le dijo estas dulces  palabras: 
               
               «Juan,  no dejo Yo a los míos en esta hora»; como si le dijese: «¿Pensabas, acaso,  que te había Yo de abandonar? 
               
               ¿No sabes que a la hora de la muerte no desamparo a los  que me aman? No he venido antes  porque no era tiempo; ahora que ya lo es, veme  aquí, que vengo a llevarte conmigo al Cielo.» poco expiró el Santo, y voló a la gloria, donde estará dando gracias eternas a su amantísima ladre y Señora.