V 1a.
                 Cuan necesaria sea para salvarnos la intercesión de nuestra Señora
             
            
              Que el invocar y hacer oración a los  Santos, y    especialmente a la Reina  de todos, María Santísima, para que nos alcancen del Señor gracias y  favores, es cosa no solamente lícita, sino útil y santa; es verdad de fe,  definida en los Concilios, contra los herejes, que la motejan de injuriosa a Jesucristo, único medianero nuestro. 
               
               Pues si Jeremías, después de su muerte, ruega por la ciudad  de Jerusalén (2 Macab., 15, 14); si los ancianos del Apocalipsis (6, 8) presentan a Dios las oraciones de los Santos; si promete San Pedro a sus discípulos (2 Pftr, 1,15)  acordarse de ellos después de pasar de este mundo; si San Esteban (Act., 7, 59)  ruega por sus perseguidores; si San Pablo (Act., 27, 24) lo hace  por sus compañeros; si pueden los Santos
             pedir por nosotros  ¿por qué no hemos de solicitar su intercesión? El mismo San Pablo (/ Tesal., 5, 25) se  encomendó en las oraciones de sus discípulos. Y Santiago (5, 16) nos exhorta a  rogar los unos por los otros. Luego bien podemos hacerlo con toda seguridad. 
               
               ¿Quién  niega que Jesucristo sea nuestro medianero  de justicia, que con sus méritos nos ha reconciliado  con el Padre? Mas ¿no será también cosa  impía el decir que desagrada a Dios dispensar mercedes por intercesión  de los Santos, y con especialidad por medio  de su Madre amantísima, a quien desea grandemente ver amada y venerada de todos? ¿Quién no sabe que el honor tributado a la  madre redunda en honor de los hijos? (Prov., 17,6). 
               
               ¿Quién ha de  creer que se oscurezca la gloria del Hijo alabando a su Madre, sino, al  contrario, que cuantos más elogios se  le den a Ella, más se le dan a Él?  Bendecir a la Reina Madre,  dice San Ildefonso, es bendecir al  Hijo. 
               
               No se duda que por los merecimientos de Jesucristo se concedió a  María la dignidad de ser medianera de  nuestra salud, no de justicia, sino  de gracia y de intercesión, corno la llaman  el espejo de nuestra señora y San  Lorenzo Justiniano. 
               
               Y, por lo  mismo, el acudir a la Virgen para que nos alcance las gracias no proviene, dice el Padre Suárez, de que desconfiemos de Dios y de su misericordia, sino del temor de  nuestra propia indignidad y vileza, conociendo la cual recurrimos a María  para que supla nuestra miseria con sus méritos e intercesión. Que esto sea cosa útil y santa,lo dudará  solamente quien no tenga fe. 
               
               Mas lo que ahora  intentamos probar es que su intercesión  es necesaria para salvarnos, si no de una manera absoluta y rigurosa, a lo  menos, moralmente, hablando con toda propiedad. 
               
               Y decimos que esta necesidad dimana de la voluntad positiva de Dios, que ha determinado que todas  las gracias que a los hombres dispensa hayan de pasar por manos de  María, según la opinión de San Bernardo, que  ya es común hoy entre los doctores y teólogos,  como lo explica bien el autor del libro intitulado reino de maría. 
               
               Esta  es la opinión de Vega, Mendoza,  Segneri, Poiré, Crasset, Contenson otros innumerables. Hasta Natal  Alejandro, autor ordinariamente tan mirado  en lo que dice, lo  segura sin titubear. 
               
               Sólo un escritor  moderno (1) ha mostrado ser le diverso sentir, aunque habla con mucha piedad v doctrina cuando explica la verdadera y  falsa devoción. 
               
               Mas con la Madre de Dios ha sido muy avaro  en concederle esta prerrogativa, que le «tribuyen  largamente San Germán, San Anselmo, San  Juan Damasceno, San Buenaventura, San  Antonino, San Bernardino de Sena y tantos  otros  doctores sagrados, que sin  dificultad aseguran ser la  intercesión de María no sólo útil, sino también necesaria. 
               
               Dice dicho  autor que el suponer que Dios ninguna gracia  conceda sino por medio de la Virgen es una hipérbole o exageración deslizada al fervor de algunos Santos, la cual, entendida como  se debe, quiere decir que de María  hemos recibido a Jesucristo, por  cuyos méritos lo alcanzamos todo; pues  sería error, añade, el creer que Dios no puede concedernos favores sin  la intervención de su Madre, enseñando el  Apóstol (1 Tim., 2, 5) que los cristianos sólo reconocemos a un  Dios y a un mediador entre Dios y los  hombres, que es Jesucristo. 
               
               Pero, con licencia de este escritor, una  es mediación de justicia, por vía de merecimiento; otra de gracia, por vía de ruegos. 
               
               Y una cosa es decir que Dios no puede; otra, que no quiere conceder  sus gracias, sino por medio de María.  Nadie niega que Dios, como fuente de  todo bien, es dueño absoluto de sus  beneficios, ni que María, si nos da, es porque lo recibe graciosamente de Dios. 
               
               Mas ¿quién pondrá tampoco en duda ser  cosa muy puesta en razón que,  habiendo amado y honrado a Dios esta criatura excelentísima más que ninguna otra, y sido ensalzada a la dignidad  incomparable de Madre del mismo Dios, quiera el Señor que todas las gracias que haya de conceder pasen por sus manos virginales? 
               
               Confesamos que Jesucristo es el único mediador de justicia, y  por sus méritos alcanzamos  gracia  y salvación; pero añadimos que María es mediadora por gracia, y que si bien cuantos favores nos impera son en virtud de los méritos del Redentor, y pidiéndolos Ella en nombre del Redentor,  pero, al fin, pasan todos por sus benditas manos. 
               
               En esto no hay nada  que se oponga a los dogmas de nuestra fe;  antes bien, es muy conforme a lo que  tiene y cree la santa Iglesia, enseñándonos en las oraciones públicas que de continuo acudamos a esta dulce Madre y la invoquemos, llamándola salus infirmorum, refugium peccatorum,  auxilium christianorum, vita,  spes nostra, Y en el Oficio divino, que manda rezar en las festividades de la Virgen, aplicándole una  palabras de la Sabiduría (Eccli,, 24, 25), nos dice que hemos de poner en Ella toda la esperanza de gracia, de vida, de  salvación eterna, como medio para preservarnos de pecar, cosas todas que declaran manifiestamente la  necesidad que tenemos de su poderosa intercesión. 
               
               Y en este creer y  sentir nos confirman innumerables teólogos y Santos Padres, de los que no es justo que digamos que por ensalzar a  María hallaron con hipérboles y se les  cayeron de la boca exageraciones,  porque el exagerar y aumentar con exceso  es traspasar los límites de la verdad, vicio muy ajeno de los Santos,  asistidos en lo que escribían del espíritu  de Dios, que es espíritu de verdad. 
             Y aquí se me permita decir en breve  digresión que cuando una opinión tiene algún  fundamento y mira de alguna manera  el honor de María Santísima, no conteniendo nada que sea contrario a la fe,  decretos de la Iglesia  o a la verdad en sí, el no admitirla o impugnarla con pretexto de que la  contraria puede también ser verdadera, denota poca  devoción a la misma Señora. 
               
               En la lista de los pocos devotos no quisiera estar  yo, ni que se contase ninguno de mis lectores; antes bien, que todos no  hallásemos comprendidos en el número de los que firmemente creen cuanto sin  error se puede creer de su grandeza, pues entre los  obsequios que más le agradan, uno es el de creer con firmeza sus excelencias y  prerrogativas. 
               
               Y cuando otra razón no hubiera, bastaría saber lo que enseñan los Santos, que todo cuanto se diga en  alabanza de María todo es poco para lo que merece su dignidad de Madre de Dios. Añádase lo que nos propone la santa Iglesia, que en su Misa nos manda  decir estas palabras:
               
«Feliz  eres, ¡oh sagrada Virgen!; feliz y  dignísima de toda alabanza.» 
               
               Pero volviendo al punto, veamos lo que  dicen los Santos: San Bernardo la llama  Acueducto lleno, de cuya plenitud recibimos todos.
               
               Dice también que antes  no había en el mundo esta fuente copiosa; pero que, ya nacida, de ella corre la  gracia hasta nosotros continuamente. Por lo  que, así como para tomar la ciudad de Betulia mandó romper Holofernes las cañerías que iban a la ciudad, así el  demonio, para apoderarse de las almas, procura que pierdan la devoción a  nuestra Señora, y si lo consigue, tiene  hecho lo demás. 
               
               ¡Oh alma!, añade el Santo, mira con cuánta devoción y afecto  desea Dios ver honrada a su Madre,  pues depositó en sus manos todos los tesoros de su bondad para que  sepamos que todo cuanto tenemos de esperanza, de  gracia y de salvación lo recibimos de María. Y considerando el nombre que la santa Iglesia le da de Puerta del Cielo, dice que de allí no  viene gracia ninguna que no pase por  sus manos benditísimas. 
               
               San Antonino asegura que todas cuantas misericordias se han  dispensado a los hombres, todas han sido por  medio de María. Por eso la comparan con la luna, porque así como la luna  se interpone entre el sol y la tierra, y derrama sobre ésta los rayos que  recibe del sol, así María es medianera entre  Dios y nosotros, y nos transmite la gracia. 
               
               San Jerónimo, o  quien sea el autor de un sermón de la Asunción inserto en sus  obras, confirma esta verdad,  diciendo que en Jesucristo está la plenitud de gracia como en cabeza de quien se  derivan los espíritus vitales; esto  es, los auxilios divinos con que se alcanza la salvación eterna, y que en  María está la gracia en plenitud, como en cuello  y conducto por donde todo pasa a los miembros.
             San Bernardino de  Sena lo trae aún más expresamente, enseñando que por su medio se transmiten a los fieles, que son el cuerpo  místico de Jesucristo, todas las gracias de la vida espiritual que desciende del mismo Señor; añadiendo que en el punto en que fue concebido en su seno virginal  el Verbo eterno, adquirió la Madre cierto derecho y jurisdicción  a todos los dones que proceden del Espíritu  Santo, en términos que ya ninguna criatura recibe gracia ni favor que  no pase por sus manos virginales, con derecho y autoridad para dispensarlas a quien, cuándo y en el modo que más la agrade. 
               
               El  Padre Crasset, S. J., explicando aquellas palabras donde anuncia el profeta  Jeremías (31, 22) la encarnación del Verbo  divino, diciendo: Una mujer  rodeará al Hombre-Dios, compara  las gracias que vienen por su mano a  las líneas que salen de un círculo,  las cuales han de pasar por la circunferencia; así, de Jesucristo nuestro Señor, que es centro de la gracia, no procede ninguna sin que haya de pasar por medio de María, que en la Encarnación le tuvo en su seno inmaculado. 
               
               Por esto el abad de  Celles nos exhorta a recurrir a la tesorera de todas las gracias, pues  únicamente por su medio deben  aguardar los hombres todo el bien que pueden esperar. 
               
               El Padre Suárez enseña ser hoy  sentir de la Iglesia universal que la intercesión de la Virgen no sólo es útil, sino necesaria. 
               
               Necesaria, vuelvo a decir, no en sentido absoluto, porque precisa y absoluta sólo nos es la de Jesucristo nuestro  Señor, sino en sentido moral, por haber Dios determinado no conceder al hombre cosa alguna que no pase por manos de su Madre, conforme a la doctrina de San Bernardo, enseñada mucho tiempo antes por aquel Santo, que, hablando con la misma Señora, dice así: 
               
               «¡Oh María! El Señor ha dispuesto que por vuestras manos pasen todos los bienes que ha de repartir a los hombres, y para ello os ha  confiado todos los tesoros y  riquezas de su gracia.» 
               
               Otro escritor  mariano asegura igualmente que sin el consentimiento de esta purísima Doncella no liso Dios hacerse  hombre, por dos motivos: el uno, para que quedásemos sumamente obligados a gran bienhechora, y  el otro, para que supiésemos que la salvación de todos quedaba pendiente de la voluntad y  arbitrio de la misma Señora. 
               
               En fin, el espejo de nuestra señora, comentando aquellas palabras  del profeta Isaías (11, 1-3), que  dice que de la estirpe de Jesé, padre de David, brotará un retoño, que es María, y de éste una flor, que es el Verbo encarnado, dice hermosamente:  «Todo el que aspire a conseguir la gracia del Espíritu Santo, busque la  flor en su tallo, porque en éste se halla la  flor, y en la flor, a Dios.»
             Y sobré aquel  texto de San Mateo (2, 11): Hallaron al Niño con María, su Madre, escribe: «Jamás hallará nadie a Jesús sino por medio de María.» 
               
               De todo lo dicho se  infiere claramente que cuando estos Santos y  Doctores enseñan que todas las gracias del Cielo vienen por sus manos, no han querido  decir solamente que sea porque de Ella hemos  recibido a Jesucristo, fuente de todo bien, sino porque, además, quiere  Dios que cuantos favores y auxilios se han  dispensado después a los hombres, y  se dispensarán hasta el fin del mundo por  los méritos de Jesucristo, todos hayan de ser debidos a la intercesión de su Madre santísima. 
               
               Por eso escribe  San Ildefonso: «Siervo del Hijo quiero ser; mas porque nadie puede lograrlo sin  ser siervo de la Madre, por eso ambiciono  serlo de la Madre.»