I 4a. María también es Madre de los 
               pecadores arrepentidos
             
            
             La misma  piadosísima Virgen aseguró a Santa Brígida  que no sólo es Madre de los inocentes y justos, sino también de los pecadores,  con tal de que propongan enmendarse. 
               
               ¡Oh, y con qué benignidad recibe a sus  pies esta Madre de misericordia a cualquier pecador arrepentido! Así lo  escribía San Gregorio'VII a la princesa Matilde: «Pon fin al pecado y  encontrarás a María más amorosa que una madre carnal; te lo prometo con toda certidumbre.» La condición que nos pide  para ser sus hijos es dejar la culpa.
               
Sobre aquellas palabras de los Proverbios (31, 28): Se  levantaron sus hijos, reflexiona un escritor devoto que antes  puso se levantaron y después los  llama hijos; porque no puede  ser hijo de María quien primero no se levanta del  estado de la culpa donde había caído. En efecto, si mis obras son contrarias a  las de María, niego con ellas ser hijo  suyo, o es lo mismo que decir que no lo quiero ser.
¿Cómo es posible  que uno sea su hijo y al mismo tiempo soberbio, deshonesto, envidioso? ¿Quién tendrá el arrojo de llamarse hijo suyo dándole con las malas obras tantos  disgustos? Le decía una vez cierto pecador: «Señora, muestra que eres Madre»; y la Virgen le respondió: 
«Muestra que eres hijo.» Y  a otro que le invocaba como Madre de misericordia, le dijo: «Vosotros,  cuando queréis que os favorezca, me  llamáis  Madre de misericordia; pero con tanto pecar,  me hacéis Madre de miseria y dolor.» 
Dice el Señor en el libro del Eclesiástico (3, 18): Maldito es de Dios el hombre que exaspera a su Madre; es decir,  a su Madre María, como explica el mismo autor,  porque Dios, sin duda, maldice al que con su mala vida y obstinación aflige  a una Madre tan buena. 
Otra cosa es cuando, a lo menos, se esfuerza el pecador por salir de  su mal estado, y se vale para ello del favor de María; que entonces no dejará, por cierto, esta piadosa Madre de socorrerle,  para que, al fin, recobre la gracia  y amistad de Dios. Así los oyó Santa  Brígida una vez, de boca del mismo Jesucristo, que dijo a su Madre  amantísima estas palabras: 
«Al que se  esfuerza por volver a mí, Tú, Madre  mía, le ayudas, sin dejar privado a nadie de consuelo.» Si el pecador se  obstina, no puede merecer el amor de María;  pero si aunque alguna pasión le tenga cautivo, sigue encomendándose y pidiéndole con humildad y confianza que le ayude  a salir de su mal estado, sin duda le dará la mano, siendo  Madre tan misericordiosa, y romperá sus prisiones  y le pondrá en camino de salvación. 
El sagrado Concilio  de Trento (sess. 6, c. 7) condenó como  herejía el decir que las oraciones y demás  buenas obras hechas por la persona que está en pecado son pecados.
No lo son, porque si bien  «la oración en la  boca del pecador no es hermosa», como dice San Bernardo, por no ir acompañada de la caridad, es,  por lo menos, útil y fructuosa para  salir del estado de la culpa; y aunque tampoco es meritoria, Santo Tomás  enseña que sirve para alcanzar la gracia del perdón, supuesto que la virtud para conseguirla no se funda en los méritos  del que ruega, sino en la bondad divina y en la promesa y merecimientos de Jesucristo, que dijo en el Evangelio (Le., 11, 10): 
Todo el que  pida, recibirá. Y lo mismo debe entenderse en orden a la Madre de Dios. Si el que  pide no merece ser oído, los méritos de María, a quien se encomienda, harán que  lo sea. Por lo cual, exhorta San Bernardo a todos los pecadores a dirigirse a  María en sus oraciones con gran confianza. 
«Porque te habías hecho indigno de  recibir la gracia, se concedió a María que por Ella recibas cuanto has  menester.» Este es su oficio, oficio de Madre, y de tan buena Madre.
¿Qué no  haría cualquiera madre por reconciliar a dos hijos suyos que se aborreciesen y  buscasen para matarse? María es Madre de  Jesús y Madre del pecador; y como no  puede sufrir verlos enemistados, no descansa hasta ponerlos en paz. 
Dice el espejo  de nuestra señora: «Oh María, Tú eres la Madre del reo, tú la Madre del Juez; y siendo  Madre de ambos, no puedes tolerar que haya  discordia entre tus dos hijos.» Sólo exige del pecador que él  se lo ruegue y tenga propósito de enmendarse. Cuando le ve pidiendo a sus pies misericordia, no mira los  pecados que trae, sino el ánimo con que viene. 
Si viene con buena intención, aunque haya cometido todos los pecados del mundo, le abraza, y sin desdeñarse de tanta miseria, le sana las heridas del alma, siendo, como  es, .Madre de misericordia, no sólo en el nombre, sino ¡en las obras y  en el amor y ternura con que nos ¡recibe y  favorece.
En estos mismos términos le dijo la   Santa Brígida la  misma Señora: «Por mucho que uno peque, al punto le recibo; no miro a  los ¡pecados que trae, sino a la intención  con que viene; ¡no me desdeño de ungir y curar sus llagas, pues me llamo y soy en verdad Madre de misericordia.» 
María, pues, es  Madre de los pecadores que desean  convertirse, y como tal, no sólo se compadece de ellos, sino que parece  que siente como propio el mal de sus hijos.  Cuando la Cananea  rogó al Señor que librase a su hija  de un demonio que la [atormentaba,  dijo (Mt., 15, 22): 
Ten misericordia de 'mí; una hija mía es molestada por el demonio. Si la hija lo era y no la madre, parece que debió haber  dicho: «Señor, compadeceos de mi hija.» 
Pero la mujer habló bien, porque las madres sienten como propios los  males de sus hijos. Pues así es, puntualmente, como pide a Dios María por  cualquier pecador que se acoge a Ella, y  podemos creer que le dice de esta  manera: «Señor, esta pobre alma, que está  en pecado, es hija mía; ten misericordia, no lanío  de ella  como de Mí, que soy su Madre.» 
             ¡Ojalá  que todos los pecadores recurriesen a tan  dulce Madre! Todos alcanzarían perdón. «¡Oh María! —exclama, maravillado, el autor del espejo dz nuestra señora — , Tú abrazas con afecto materno  al pecador que todo el mundo desecha, sin que le dejes hasta verle reconciliado con el supremo Juez.»
               
 
               Quiere decir que, cuando el hombre, por el pecado, se ve aborrecido y desechado de todos;  cuando aun las criaturas insensibles,  como el fuego, el aire y la tierra, quisieran castigarle y vengar el honor de  su Criador ofendido, María le estrecha en  sus brazos con afecto de madre, si él llega arrepentido a sus pies, y no le deja hasta reconciliarle con  Dios y volverle a la gracia perdida. 
               
               Se echó a las  plantas de David, como cuenta el libro  II de Samuel (14,.6),  una mujer de Tecua, celebrada por su  discreción, y le dijo así: 
               
               Señor, yo tenía dos hijos, los cuales, por desgracia mía, riñeron, y el uno mató al otro, y después de haber quedado  sin el uno, ahora quiere la justicia quitarme el otro. Tened compasión de mí y no permitáis, Señor, que me vea privada de mis dos hijos. El rey, compadecido, perdonó al  delincuente, y se lo mandó volver libre. Pues esto viene a ser lo que dice  María cuando ve a Dios airado contra el pecador que la invoca: 
               
               Dios mío, Yo  tenía dos hijos, que eran Jesús y el hombre;  éste ha dado a Jesús la muerte, y vuestra justicia quiere castigar al  culpable; pero, Señor, tened compasión de  Mí.
               
y si perdí al uno. No  consintáis que pierda al otro también. ¡Ah! ¿Cómo Dios  le ha de condenar, amparándole María y pidiéndole  por él así, cuando el mismo Señor le dio por hijos a los pecadores? 
«Yo  se los di por hijos, parece que dice Su Divina Majestad, y Ella es tan solícita en el desempeño de su oficio, que a  ninguno deja perecer de cuantos  tiene a su cargo, especialmente si  la invocan, sino que hace los mayores esfuerzos  para restituirlos a mi amistad.» 
Y ¿quién podrá comprender la bondad, misericordia y caridad con que nos recibe siempre que imploramos su ayuda  y favor? Postrémonos a sus sagrados pies, dice San Bernardo, abracémoslos con  toda confianza, y no nos apartemos de allí  hasta lograr que nos bendiga y nos reconozca por hijos. 
Nadie desconfie  de su amor, sino dígale con todos los afectos del alma: «Madre y Señora mía, bien merezco por mis pecados ser desechado  de Vos y recibir de vuestra mano cualquier castigo; pero aunque supiera perder  la vida, no he de perder la confianza de que me habéis de salvar. 
Toda mi  esperanza la pongo en Vos, y con sólo que me concedáis morir delante de una  imagen vuestra, implorando vuestra misericordia, no dudaré  conseguir el perdón y volar al Cielo a  bendeciros en compañía de tantos  siervos vuestros que murieron implorando vuestro auxilio y fueron salvos  por vuestra poderosa intercesión.» 
               
               Léase el ejemplo siguiente, y véase si podrá 
               ningún pecador desconfiar de la  misericordia y amor de esta buena Madre,  siempre que la invoque de corazón.