I 3a. Del grande amor que nuestra Madre nos tiene
            
              Si,  pues, María es nuestra Madre, consideremos ahora cuánto es el amor que  nos profesa. 
               
               No pueden  dejar los padres de amar a sus hijos; razón por la que, habiendo impuesto la divina Ley, como reflexiona Santo Tomás, obligación estrecha de amar a los padres, para éstos no hay mandamiento  escrito, por estar impreso en la misma  naturaleza tan fuertemente como aun en las fieras se  ve, dice San Ambrosio. Y así, refieren las historias  que ha habido casos en que, oyendo los tigres  rugir a sus hijos, han ido nadando hasta la nave donde los llevaban.
               
Pues si aun los tigres hacen esta  demostración, ¿cómo podrá olvidar a sus hijos una Madre que tiene el  corazón tan tierno y amoroso? ¿Puede la  mujer olvidarse del hijo que  salió de sus entrañas? Pues dado por imposible que alguna madre se olvidase del suyo, dice María:
Yo jamás me olvidaré de ti (Is., 49, 15).
               
María es nuestra Madre, no según la  carne, como antes dijimos, sino Madre por  amor: Yo soy la Madre del Amor Hermoso (Prov., 24, 24). Por amor se hizo Madre nuestra, y  de ello se gloría, siendo tanto el que nos tiene, aunque sin merecerlo, que no  lo alcanza la imaginación, y tan ardiente, que deseó con vivas ansias morir por  nosotros juntamente con su Hijo santísimo, inmolada en el ara de la cruz a  manos de los verdugos. «Colgado estaba el Hijo de la cruz, y la Madre se ofrecía a los verdugos por nosotros.»
Pero consideremos  los motivos que tiene para amarnos, a así vendremos mejor en conocimiento de la grandeza de  su amor.
1. El primero nace  del que tiene a Dios. Porque el amor a Dios  y al prójimo están enlazados y contenidos en un mismo precepto, como enseña el evangelista San Juan (1 Jn., 4,  21); de manera, que, a medida que el uno crece, crece también el otro.
Por esta causa, los Santos, como  amaban tanto a Dios, ¿qué no hicieron  por amor del hombre? Exponer y aun  perder la libertad y la vida por la  salvación de cualquiera.
Sabemos los trabajos que pasó en las Indias San  Francisco Javier, donde a veces, buscando las almas, se encaramaba por las  breñas, entre mil peligros, hasta encontrar  a los miserables en las cavernas, donde  habitaban como fieras, y traerlos al conocimiento del verdadero Dios. 
Sabemos lo que hizo por convertir a  los herejes de la provincia de Chablais San  Francisco de Sales, que durante un año  estuvo cada día atravesando el río, por cima de un madero cubierto de hielo, con el peligro que se deja  entender. Sabemos que San Paulino se vendió  como un esclavo por rescatar al hijo de una pobre viuda. 
Sabemos que San F.idel dio gustoso la vida predicando en otra parte a los herejes  para ganarlos a Dios. Y así todos los santos, como tenían tan grande  amor de Dios, hicieron por el prójimo cosas  heroicas y admirables.
Ahora  bien: ¿quién hubo que amase a Dios más que María? ¿Qué digo más, si en el  primer instante de su ser excedía ya con mucho en el amor al de todos los  Santos y ángeles juntos en todo el discurso de su vida? (Esto después lo  probaremos detenidamente.)
Revelo ¡a misma Virgen a una ferviente religiosa que era tan grande su amor para con Dios, que con él se pudieran abrasar y consumir los cielos y la tierra, siendo  en su comparación como un hielo todo  el amor de los serafines.
Por este  motivo, así como ni entre los espíritus bienaventurados hay quien más  ame a Dios que María, así tampoco podemos tener  nosotros quien más nos ame, siendo  tan ardiente su amor, que si en un  pecho se acumulase todo el de los  padres y esposos, y también el de todos los Santos a sus devotos, no llegaría ni de lejos al que la Virgen sacratísima tiene a cualquier  alma. 
Confirmando esta verdad, escribe el  P. Nieremberg que, en la misma  comparación, todo el amor de las  madres para con sus hijos es una sombra, pues que la Virgen  nos ama sola más que todos los ángeles y santos juntos.
2. Además, nos ama tan ardientemente  nuestra Señora porque Jesús, antes de  expirar, nos encomendó a su maternal  Cora/.ón, como hijos, en la persona  de San Juan (Jn., 19. 26) Mujer, ése es tu hijo; que  fue la postrera palabra dicha a su afligida Madre. Los últimos recuerdos que  nos dejan a la hora de la muerte las  personas a quienes mucho amamos,  son ios que más se estiman y más impresos  quedan en la memoria.
3. Además, nos ama tanto porque fue mucho  lo que le costamos, como sucede a todas las madres, que aman  comúnmente más a los hijos cuya vida les costó más trabajo y dolor. 
Mas nosotros somos aquellos  hijos por los cuales sufrió la pena indecible  de ofrecer la vida de su amantísimo Jesús, y  la de verle morir al rigor de los tormentos, con cuya oferta nos alcanzó la vida de la gracia. Así, pues,  somos hijos suyos, y muy queridos, porque  fue mucho lo que le costamos. 
Y si el amor del Eterno Padre para con el  mundo llegó a tal extremo que por él entregó a la muerte a su unigénito Hijo (Jn., 3, 16), de María  también se puede decir: de tal modo  nos amó María, que nos dio a su unigénito Hijo. 
Mas Ella, ¿cuándo lo entregó? Cuando, como dice el Padre Nieremberg, le dio licencia para ir a padecer; cuando, de  todos los demás abandonado, por odio o por temor, hubiera podido defenderle delante de los jueces, y  no lo hizo. 
Que bien es creíble que las palabras de una Madre tan amante  y discreta hubieran bastado a inclinar en su favor el ánimo de aquellos hombres, especialmente de Pilato, que conoció y  confesó públicamente la inocencia de Jesús; pero la Madre no despegó sus labios  por no impedir la muerte del que pendía la redención del mundo.
Finalmente, le entregó mil veces al pie de la  cruz, porque durante tres horas de agonía no cesó de ofrecer la vida de  su querido Hijo por nuestro remedio, con sumo dolor, pero también con tal resolución y constancia, que San Antonino llegó a decir (¡cosa que pasma!) que por sí  misma le hubiera inmolado, a ser así la voluntad expresa del Eterno Padre. 
Porque si la fortaleza de Abrahán  fue tan grande, que iba ya a sacrificar a su hijo por cumplir el divino  mandato, mucho más santa y obediente que Abrahán fue María.
              ¡Oh, qué  agradecidos debemos estar a su excesivo amor! ¿Con qué se puede pagar una  fineza semejante? Dios no dejó sin premio la obediencia del gran Patriarca; mas nosotros, ¿qué podíamos retribuir  a la Madre por  la vida de aquel Hijo incomparablemente más amado y excelente que Isaac?
               
Muy obligados nos tenéis, Señora, dice San Buenaventura,  pues que nadie nos amó jamás tanto,  habiendo ofrecido tan a costa vuestra, por nuestro bien, al Hijo a quien amabais más que a la propia vida.
               
               4. De aquí nace otra de las razones de  su amor, y es el ver que fuimos comprados con el precio de la sangre de  Jesucristo. 
               
               ¡Cuánto estimaría una madre a un cautivo rescatado por un hijo  suyo a costa de veinte años de cárceles y trabajos!  Mucho más nos aprecia María, que sabe muy bien que sólo por rescatarnos  con su vida vino al mundo nuestro divino  Redentor, según Él ¡mismo lo dijo (Le.,  19, 10): Yo vine a salvar lo que habia perecido; y para  salvarlo tuvo a bien entregar la  propia vida.
               
Por lo cual, si esta Señora nos amase poco, no sería mostrar toda la estimación debida a tan  preciosa sangre. Santa Isabel de Hungría,  terciaria franciscana, tuvo revelación de que la Virgen,  desde el día que se consagró a Dios en  el templo, no cesó de pedir por nosotros, solicitando con instancia la pronta venida del Mesías. Pues ¿cuánto  más debemos creer que nos ame ahora, después  de vernos tan estimados y ya redimidos  a tanta costa por su Hijo amantísimo?
               
               Y como todos lo fuimos igualmente, no excluye  a ninguno de su amor, ni a nadie deja de favorecer.  
               
               Vestida del sol la vio San Juan (Apoc., 12, 1), porque así como no hay en la tierra cosa que pueda esconderse  del calor del astro (Ps., 18, 7), así no hay viviente privado del calor de María, esto es, de su amor.
              ¿Quién podrá comprender el cuidado que tiene de todos, siendo Madre tan amorosa? A todos, dice San Antonino, nos ofrece y  dispensa su misericordia inagotable; a todos nos deseó la salvación eterna, cooperando eficazmente para que la alcanzásemos.
               
               Por esto es útilísima la  práctica de algunos devotos, los cuales, como atestigua el jesuíta Padre Salazar, tienen la costumbre de decir a Dios en sus oraciones: «Señor, dadme  lo que pide por mí la santísima Virgen María»;  y hacen bien en ello, dice el mismo autor, pues que nuestra Madre nos  desea beneficios mucho mayores que los que nosotros podemos desear; y por igual  razón le aplica San Alberto Magno aquellas  palabras de la Sabiduría  (6, 14):
Praeoccupat qui se  concupiscunt, ut U lis se prior ostendat. Se anticipa y viene a buscar aun a los que no la buscan. Antes de llamarla ya está allí.
  
               Pues si es tan  benigna aun con los ingratos" e indolentes, que la aman poco, y no se cuidan de acudir a Ella, ¿cuál será su amor para con los que  fervientemente la aman y de continuo  la invocan? Fácilmente se deja  ver de los que la aman (Sap., 6,  13).
               
¡Qué dulzura para nosotros  hallarla tan llena de piedad y amor! No puede dejar de amar viéndose amada  (Prov., 8, 17), mayormente a los que corresponden a su amor con  mayor ternura; que bien conoce los que son, bien sabe distinguirlos entre los  demás, llegando hasta presentarse a servir a  los que le sirven, en expresión de un sabio religioso.
Hallábase próximo  a la muerte, como cuenta la Crónica, Leonardo, de la Sagrada Orden de  Predicadores, el cual había tenido la práctica de invocarla doscientas veces al día. De pronto, ve a su lado a  una Reina hermosísima, que le dice: «Leonardo,  ¿quieres venir conmigo donde mi Hijo está?»  «¿Quién sois Vos?», preguntó el religioso.
«La Madre  de misericordia —respondió la Virgen-,  y pues que tantas veces me has llamado, ahora  vengo por ti; vente conmigo al Cielo.» En esto expiró el religioso, dejando prendas tan envidiables de salvación.
  ¡Oh dulcísima Reina! ¡Felices los que os aman!  Decía San Juan Berchmans, de la   Compañía de Jesús: «Si amo a María, puedo estar  seguro de  la perseverancia, y todo cuanto quiera lo alcanzaré de Dios.» Por todo esto,  el devotísimo joven no se cansaba nunca de repetir: 
  
  «Quiero amar a María.» Mas, aunque sus devotos la amen cuanto alcancen sus fuerzas, María los ama mucho más. 
  
  Ámenla tanto como San Estanislao de Kostka, cuyo amor era tan ferviente, que en empezando  a hablar de la Virgen  comunicaba su fervor a todos los presentes; tan ingenioso, que siempre estaba  inventando nuevos nombres y títulos con que venerarla; tan continuo, que no empezaba ninguna cosa sin pedirle antes su bendición; tan afectuoso, que cuando rezaba su Oficio o el santo Rosario, u otras oraciones,  parecía que la estaba viendo; tan  tierno, que de sólo oír cantar la Salve se le inflamaba el pecho y el semblante; tan filial, que si le preguntaban que  si le amaba mucho, respondía: «¿Cómo no la he de amar, si es mi Madre?»,  acompañando estas expresiones con aspecto y semblante de ángel.
  
— Ámenla tanto como el Beato Hermán, que le decía su amada esposa, con cuyo dulce nombre le había honrado la misma soberana Señora. — Tanto como San Felipe Neri, que sólo de pensar en Ella se llenaba su alma de consuelo, llamándola su  delicia.— Tanto como San  Buenaventura, que le decía, no sólo  Madre y Señora, sino su corazón y su alma.
— Ámenla tanto como aquel su finísimo  amante Bernardo, que con la fuerza  del amor la llegó a llamar robadora  de corazones, asegurando que el suyo  de cierto se lo había robado.— Llámenla  su querida, como San Bernardino, el cual, iba diariamente a una  capilla suya, y allí pasaba con Ella las horas enteras en amoroso  coloquio.
—Ámenla tanto como San Luis Gonzaga, que  de sólo oírla nombrar se le encendía el corazón y el rostro. — Ámenla tanto  como San Francisco Solano, que  algunas veces, como fuera de sí, llevado de una santa locura, se ponía a  cantar coplas cariñosas delante de una  imagen, a semejanza de lo que hacen  de noche los amantes del mundo.  
Ámenla tanto como la amaron todos sus siervos, los cuales ya no sabían  qué hacer en prueba de su amor: como el  Padre Juan de Trejo, de la   Compañía, que se llenaba de júbilo al considerarse esclavo  suyo, y en testimonio de esclavitud iba  muchas veces a visitarla a las iglesias, y allí bañaba el suelo con abundancia  de lágrimas, besándole y limpiando el polvo  con la cara y la lengua, por ser casa  de su amada Señora; como el Padre Diego Martínez, también de la Compañía, que, en premio a su gran devoción a la celestial Señora, en todas sus festividades le  llevaban los ángeles al Cielo, a que  viese la solemnidad con que allí se celebraban, y al subir iba diciendo a voces: 
  
  «Quisiera tener todos los corazones  de ángeles y santos para amar a María; quisiera  tener las vidas de todos los hombres para darlas  todas en obsequio de María»; protestando que de muy buena gana hubiera  sufrido los mayores tormentos por que María no hubiese perdido (bien que no  podía) un solo gramo de toda su grandeza, y  que si ésta hubiera estado en su  mano, toda se la hubiera cedido, por ser Ella incomparablemente más digna. 
  
  Amémosla como Carlos, hijo de Santa Brígida, que aseguraba no haber  en el mundo cosa que más le llenase de gozo que el saber lo mucho que Dios  amaba a María; o como San Alonso Rodríguez, que deseaba ardientemente dar la  vida por Ella; o como Francisco Binans,  religioso, y Santa Radegunda, reina,  que se esculpieron en el pecho su dulce  nombre. 
  
  Lleguen hasta a marcársele a fuego, como hicieron, arrebatados  de amor, Juan Bautista Arquinto y Agustín Espinosa, ambos jesuitas.
  
Hagan, finalmente, todo lo que el amor más apasionado y ardiente les pueda inspirar, que  nunca llegarán sus amantes a quererla tanto como Ella los ama. «Sé muy bien, Señora —decía un discípulo de San Bernardo —, que sois amantísima y que en el amar no os dejáis vencer de nadie.» 
  
  Se  hallaba una vez delante de una imagen  suya San Alonso Rodríguez, y sintiéndose abrasado en su amor, le dijo:  «Madre mía, ¡si Vos me amarais tanto como  os amo yo!» A lo cual respondió la   Virgen:
  
«Eso no, Alonso: que, aunque es grande el amor que me tienes, es mucho más lo que yo te amo.» Tiene razón el piadoso autor del Salterio  Mariano para exclamar: «¡Felices los que son firmes en el amor de esta amabilísima Señora!» 
Felices,  porque siendo tan agradecida, no deja que  nadie la exceda en el amor, imitando en esto, como en todo lo demás, a su Hijo santísimo, que en pago de cualquier obsequio vuelve duplicados  los favores. 
Exclamaré yo también, con San Anselmo: Derrítase mi corazón en el amor de Jesús y María.
Haced,  Señor; haced, Madre mía, que llegue a amaros  tanto como merecéis. 
¡Oh Dios, enamorado de los hombres!, pues que  disteis voluntariamente la vida por ellos,  ¿podréis negar ahora vuestro amor a  quien pide amaros con todo el  corazón a Vos y a vuestra dulce Madre?