VI 2a.
María es abogada compasiva y no rehusa defender la causa de ningún desvalido
Son tantos los motivos que hay de nuestra parte para amar a esta amabilísima Señora, que si en toda la tierra resonasen continuamente sus alabanzas y todos los hombres diesen en su obsequio la vida, sería poca gratitud y retorno al entrañable amor que profesa aun a los más pecadores, en quienes ve, a lo menos, algún vestigio de devoción para con Ella.
Decía el sabio Idiota que María paga amor con amor, y aun de servir a quien la sirve no se desdeña, empleando (si éste se halla en pecado) todo su valimiento, hasta alcanzarle misericordia y perdón.
Tanta es su benignidad, que nadie debe recelar, aunque ya se dé por perdido, de ir a sus pies buscando el remedio, pues a ninguno despide.
Como abogada amantísima, cuida de presentar a Dios nuestras oraciones, mayormente las que van por su medio, pues así como con el Padre intercede su Hijo, así con el Hijo intercede la Madre, no dejando nunca de agenciar el negocio de nuestra salvación, y de solicitar las gracias que le pedimos.
Con razón, pues, la llama Dionisio Cartujano Refugio singular de perdidos, Esperanza de miserables, Abogada de todos los pecadores, que se valen de su protección.
Podrá ser que algún pecador, sin dudar del poder de María, desconfíe con todo eso, temiendo, acaso, que no quiera favorecerle, enojada y retraída por la gravedad de las culpas.
Mas aliéntese considerando, dice el espejo de nuestra señora, que aquel señalado privilegio de ser para con su Hijo poderosísima, de algo ciertamente nos ha de servir, y de nada nos serviría si de nosotros no cuidase.
Estemos seguros de que así como tiene más poder que ningún otro Santo, así no hay quien abogue con más amor y solicitud.
Y así, exclama alborozado San Germán: «¿Quién, después de vuestro Santísimo Hijo, mira por nuestro bien, Madre de misericordia, tanto como Vos? ¿Quién nos libra más pronto de todos los males? ¿Quién más empeño toma en proteger y defender, casi luchando, a los infelices pecadores.
Vuestro patrocinio, añade el sabio Idiota, nos es más útil de lo que nadie puede imaginar, y si alcanzan los Santos a favorecer a los hombres, y con especialidad a sus devotos, Vos mucho más, que sois Reina de todos los Santos, abogada de todos los hombres, refugio de todos los pecadores.
Sí, por cierto; aun de los pecadores tiene cuidado y de lo que más se gloría, después del título de Madre de Dios, es de que la llamen su abogada, intercediendo sin cesar por ellos en la presencia de la Majestad divina, y socorriendo todo género de necesidades con afecto de madre. Acudamos a Ella implorando su intercesión con gran confianza, porque a todas horas la encontraremos pronta y deseosa de favorecernos.
¡Con cuánta solicitud y amor promueve y solicita el negocio de nuestra salvación! Cierto es que todos los bienaventurados la desean y la piden; mas la caridad y ternura que Vos, Señora, mostráis en el Cielo, alcanzándonos del Todopoderoso misericordias y gracias sin húmero, nos obliga a confesar que no tenemos propiamente más abogada que a Vos, y que Vos sois la que verdaderamente está cuidadosa de nuestro bien.
¿Qué entendimiento podrá comprender adonde llega tan continuo y amoroso empeño? Es tanta la compasión que tenéis de nuestras miserias; es tan ardiente el amor con que nos miráis, que pedís y volvéis a pedir, y jamás os cansáis de rogar por nosotros, defendiéndonos de todo mal y alcanzándonos toda suerte de bien.
¡Infelices de nosotros si no nos amparase esta abogada tan poderosa, tan benigna, tan prudente y sabia, que el Juez no puede condenar a reo ninguno que Ella defienda! Es más prudente que Abigaíl.
Esta fue una mujer muy discreta, que con la blandura de sus ruegos aplacó el ánimo de David a tiempo que iba, irritado, contra Nabal, su marido (Sam., 25, 3); y lo fue tanto, que el mismo David, al fin, la bendijo y dio gracias de que con su dulces palabras le hubiese impedido correr a la venganza. Otro tanto hace María en el Cielo a beneficio de innumerables pecadores.
Con sus dulces y discretas razones sabe aplacar tan bien la ira divina, que el mismo Dios la bendice, y como que le da gracias de que le desarme el brazo para que no los castigue según merecen.
A este fin, dice San Bernardo, queriendo el Padre Eterno usar de misericordia con nosotros, nos dio a Jesucristo por abogado principal para con Él, y María por abogada para con Jesucristo.
Indudablemente, Jesucristo es el único mediador de justicia entre Dios y los hombres, que en virtud de sus propios merecimientos puede y quiere alcanzarnos perdón y gracia, como lo tiene prometido.
Pero, como los hombres reverencian o temen tanto la Majestad divina que en Él resplandece, fue necesario que se les diese otra abogada a quien puedan acudir con menos recelo, y de tanta bondad y merecimiento, que nadie le llegue en poder para con Dios, ni en indulgencia para con nosotros.
Haría, pues, grave injuria a tan grande bondad quien aún temiese acercarse a esta Señora, de quien está muy lejos la severidad y el terror, pues toda es benignidad, clemencia y dulzura. Lee y vuelve a leer con atención el sagrado Evangelio, y si hallas que María se muestra alguna vez severa con alguno, entonces podrás temer.
Pero seguramente nada de esto hallarás, y así, bien puedes buscarla con alegría para que te ampare y favorezca.
Digámosle con los afectos de un alma devota: ¡Oh Madre de mi Dios!, a Vos acudiré, y aun me atreveré a reconveniros con humildad y filial confianza, porque toda la Iglesia da gritos llamándoos Madre de misericordia.
Vos sois aquella criatura escogida que, por haber sido tan amada del Señor, siempre sois oída; vuestra piedad a nadie ha faltado nunca, y vuestra suavísima afabilidad jamás ha desechado a ningún pecador, por miserable que fuese. Pues qué, ¿acaso la Iglesia os dice vanamente su abogada y refugio de pecadores?
No sean jamás mis culpas causa para retraeros de tan piadoso oficio. Sois, después del Salvador, nuestro refugio y mayor esperanza; mas toda la alteza de gracia, gloria y dignidad de Madre de Dios la debéis a los pecadores (sea lícito decirlo así), porque por causa suya se hizo Hijo vuestro el Hijo de Dios. Lejos, pues, de Vos, que disteis al mundo la fuente de misericordia, pensar que la neguéis a ningún infeliz de cuantos se valen de vuestro patrocinio.
Y pues que vuestro dulce empleo es hacer las paces entre la criatura y su Criador, muévaos a mirarnos con ojos de clemencia vuestra misma bondad, mayor incomparablemente que todo el cúmulo de nuestros pecados.
Terminemos, pues, con las palabras de Santo Tomás de Villanueva:
Consolaos ya, pusilánimes; respirad y alentaos, desdichados pecadores, porque esta Virgen purísima es Madre del Juez, abogada del género humano; idónea y pronta, más que otra ninguna para defendernos en el acatamiento del Señor; sapientísima en excogitar los modos de amansar su cólera, y universal en el amor materno, pues que a ningún infeliz rehusa nunca de proteger.