I 4c. Oracion
            
             Oh  Reina soberana, digna Madre de Dios! El conocimiento de mi vileza y la multitud  de mis pecados debieran quitarme el ánimo de acercarme a Vos y llamaros  Madre. 
               
               Pero aunque es tanta mi infelicidad y miseria, es mucho también el consuelo y confianza que siento en llamaros  Madre. Merezco, bien lo sé, que me desechéis; pero humildemente os ruego que  miréis lo que hizo y padeció por mí vuestro divino Hijo, y entonces, si podéis,  despedidme.
               
Es cierto que no hay pecador que haya ofendido tanto como yo a la divina Majestad: pero  estando el mal ya hecho, ¿qué recurso me queda   sino acudir a Vos,  que podéis ayudarme? Sí, Madre mía, ayudadme. 
No digáis «no puedo», porque  sois omnipotente y alcanzáis de Dios todo cuanto queréis. No respondáis tampoco «no  quiero», o bien decidme a quién he de acudir  pidiendo el remedio de mi desventura. 
A Vos  y a vuestro Hijo os diré con San Anselmo: Señor, compadeceos de este infeliz, y Vos, Señora, intercede por mí o mostradme otros corazones más piadosos a quienes  pueda recurrir con más confianza,  pero, ¡ah!, que ni en la tierra ni en el Cielo se encuentra quien tenga de los desdichados más  compasión, ni quien mejor los pueda socorrer. Vos, Jesús mío, sois mi Padre;  Vos dulce María, sois mi Madre.  
Cuanto más infelices somos los pecadores, más nos amáis y con mejor solicitud nos buscáis para salvarnos. Yo soy reo de muerte eterna, yo soy el más miserable  de todos los hombres; pero con todo,  no es menester buscarme, ni es esto lo que ahora pretendo, pues voluntariamente corro a vuestros pies. Aquí me tenéis; no seré desdichado, no quedaré  confundido; Jesús mío, perdonadme;  Madre mía, interceded por mí.