VIII 1c. Oracion
            
             ¡Oh dulce Madre mía, en qué abismo de males tan profundo hubiera yo caído  si Vos, teniéndome con vuestra mano piadosa, no lo hubieseis estorbado!
               
¡Cuántos años ha que ardería en las penas eternas si no lo hubieseis  impedido con vuestros ruegos poderosos! Mis pecados lo merecían, y la justicia de Dios  estaba ya para descargar el golpe;  los enemigos y verdugos esperaban la sentencia, y Vos acudisteis a defenderme sin ser de mí llamada. 
               
               ¡Oh libertadora de mi alma! ¿Con qué os podré pagar  beneficio tan grande, amor tan  generoso? Más hicisteis, que fue vencer la dureza de mi corazón llamándome a Vos y animándome a confiar en  vuestra clemencia.
               
Después, ¡cuántas  veces hubiera de nuevo caído en mil precipicios  sin el sostén de vuestra mano clementísima! Seguid así, esperanza mía, consuelo mío, Madre mía, a quien  amo más que a mi corazón; seguid preservándome de aquellas llamas  eternas, y primero del pecado mortal, en  que puedo volver a caer. 
               
               No permitáis que haya de blasfemar de Vos en el infierno. Y pues que os amo, ¿cómo podrá sufrir  vuestra bondad verme condenado? Alcanzadme la gracia de no ser por más tiempo  desagradecido a Vos y a Dios, que por amor vuestro me ha dispensado tantas mercedes. 
               
               ¿Qué me decís.  Señora? ¿Me salvaré?
Sí, nunca os  dejo, sí. Pero, ¿cómo tendré valor para dejaros? ¿Cómo podré olvidarme del amor que me habéis demostrado?  Después de Dios, sois todo el amor  de mi alma.
               
Os amo ahora, y espero amaros en tiempo y eternidad, y el amaros será toda mi dicha, porque sois la criatura más hermosa, más dulce y más amable de  cuantas hubo ni habrá jamás.