VIII 3a.
María lleva sus siervos a la gloria.
Prenda segura de salvación tienen todos los siervos de María. Pone en su boca la santa Iglesia estas palabras del libro del Eclesiástico (24, 11): En todas las cosas busqué dónde reposar, y en la heredad del Señor fijé mi morada.
¡Dichosos aquellos en cuya morada halle María su descanso! Porque siendo tan extremado el amor que nos tiene, y procurando de mil maneras arraigar en nuestros corazones su devoción, muchos, o la desechan o no la conservan.
¡Dichoso el que abra su pecho a tan dulcísima devoción, y allí la mantenga viva y ferviente! Dice la Virgen que habitará en la heredad del Señor, los cuales la han de ver y bendecir eternamente en el Cielo.
Prosigue diciendo las palabras siguientes, en el lugar citado: Mi criador descansó en mi tabernáculo, y me dijo: Habita en Jacob, ten tu herencia en Israel y echa raíces entre mis escogidos, o más claramente:
«Mi criador tuvo a bien de morar en mi seno, y quiso que Yo habitase en los corazones de todos los escogidos (herencia de la Virgen y figurados en Jacob), y dispuso que estuviese radicada en todos los predestinados la devoción y enseñanza en Mí.»
¡Cuántos de los bienaventurados no estarían en el Cielo si María, con su poderosa intercesión, no les hubiese obtenido la felicidad! Yo hice que naciese en el Cielo el sol indeficiente —añade la divina Señora —.
Tantos soles brillantes como son mis devotos, por Mí resplandecen en la gloria y resplandecerán eternamente. Sí, porque a todos los que confían en su protección, dice el salterio mariano, se les han de abrir de par en par las puertas eternales.
A Vos, Señora, están fiadas las llaves y tesoros del Cielo, y por esta razón clamamos de continuo, diciendo: «Abridnos, Virgen piadosísima, esas puertas eternas, pues tenéis en la mano las llaves, o, por mejor decir, Vos sois la puerta, que así os lo dice la Iglesia santa: Janua coeli, ora pro nobis.»
Estrella del mar la llamamos también, porque así como guiados por la estrella dirigen al puerto el rumbo los navegantes, así, dice Santo Tomás a los cristianos, es la Virgen guía, con dirección al Cielo.
Igualmente, San Pedro Damián la llama escala por donde bajó Dios a la tierra y nosotros subimos a Dios. Dios la llenó de gracia para que fuese camino seguro por donde subiésemos al monte de la gloria.
Felices aquellos que os conocen, ¡oh Madre dulcísima!, porque el conoceros y publicar vuestras grandezas y virtudes es ir por el sendero de la vida eterna.
Leemos en las Crónicas de la religión de San Francisco que una vez fray León vio una escala de color encarnado, en que estaba nuestro Señor Jesucristo, y otra de color blanco, en que estaba la Virgen. Empezaron algunos religiosos a subir por la primera, y a los pocos peldaños caían al suelo; volvían a subir, y volvían a caer.
Entonces oyeron que los animaban a subir por la otra, y así lo hicieron con toda felicidad, porque la Virgen les iba dando la mano, con lo cual llegaban todos arriba.
Pregunta Dionisio Cartujano: ¿Quiénes son los que se salvan? Y responde: Aquellos por quienes esta Señora benignísima interpone la autoridad de sus ruegos. Ella misma lo asegura (Prov., 8, 15):
Por Mí reinan los reyes: por Mí, las almas reinan primero en esta vida mortal, enseñoreándose de sus pasiones, y después reinan eternamente en el Cielo, donde todos son reyes. Es en el Cielo arbitra y Señora, porque la prerrogativa de Madre le da pleno derecho para mandar todo lo que quiere y dar a cuantos quiere entrada en aquellos gozos eternos.
Y aún se puede con verdad añadir que les tiene ya de antemano asegurada tan grande felicidad, pudiendo vivir tan ciertos de poseerla, supuesta la perseverancia, como si ya la hubiesen conseguido.
Servir a María y pertenecer a su corte es el honor más alto que nos puede caber. Servir a la Reina del Cielo es ya reinar en el Cielo; vivir a sus órdenes vale mil veces más que reinar en la tierra; así como está fuera de toda duda que los que no la sirven no se salvarán, porque privados del favor de la Madre, los abandona el Hijo y toda la corte celestial.
Bendita y ensalzada sea la bondad infinita de nuestro Dios, que la tiene allí constituida por abogada nuestra, para que, como Madre del Supremo Juez y Madre de misericordia, intervenga, con eficacia, en el negocio de nuestra salvación.
Oíd, gentes, dice el salterio mariano, vosotros los que deseáis veros salvos, servid y honrad a María, y lo seréis seguramente.
Y los que, por criminales, habéis merecido las penas del infierno, confiad también si empezáis a servirla.
¡Cuántos pecadores, esforzándose, hallaron por su medio a Dios y se salvaron! Dice San Juan (Apoc., 12, 1) que la vio coronada de estrellas. Y en el Cántico de los Cánticos (4, 8) parece indicarse que su corona eran despojos de fieras bravas, como leones y leopardos.
¿Cómo se entiende esto? Estas fieras son los pecadores, convertidos por su intercesión como en estrellas de gloria, más hermosas y dignas de ceñir aquellas sienes soberanas que todos los astros del pabellón del Cielo.
Haciendo en cierta ocasión la novena de la Asunción, una sierva de Dios pidió a nuestra Señora la conversión de mil pecadores; pero después, temiendo que fuese la súplica demasiado atrevida, se le apareció la misma Señora y la corrigió, diciendo:
«¿Por qué temes? ¿No tengo Yo poder para alcanzarte de mi Hijo la conversión de mil pecadores? Ya tienes concedida la gracia.»
Y en seguida la llevó en espíritu al Cielo, donde le mostró innumerables almas que, habiendo merecido el infierno, estaban, por su protección poderosa, gozando de la eterna bienaventuranza.
Verdad es que nadie en esta vida puede tener certeza de haberse de salvar. Pero, como dice el salterio mariano, acudamos a María, arrojémonos a sus pies, y no los dejemos hasta que nos dé su bendición, que si nos bendice serenos salvos. Basta, Señora, que Vos queráis, para que nos salvemos, y necesariamente, como aseguran los Santos
Con razón predijo la celestial Señora (Le., 1, 48) que la llamarían bienaventurada todas las generaciones, pues por su medio, dice San Ildefonso, han de alcanzar la bienaventuranza todos los escogidos.
Sois, en realidad, Madre amantísima, dice San Metodio, principio, medio y fin de nuestra dicha; principio, porque nos alcanzáis perdón de los pecados; medio, porque nos conseguís el don de la perseverancia, y fin, porque nos lleváis a las moradas del eterno descanso.
Vos abristeis las puertas del Cielo. Vos cerrasteis las del abismo. Vos nos recobrasteis la felicidad, y por Vos se dio la vida eterna a los desventurados, merecedores de eterna perdición.
Pero mayormente debe animarnos a esperar esto la dulce promesa con que estimula la misma Virgen a todos los que la honren en este mundo, y en particular a los que de obra o de palabra procuren, según sus fuerzas, darla a conocer y venerar.
Los que se guían de Mí no pecarán; los que me dan a conocer alcanzarán la vida eterna (Eccli., 24, 30).
¡Afortunados los que con preferencia lleguen a merecer su favor! A éstos ya los reconocen por compañeros los cortesanos celestiales, y como que llevan en sí la marca de siervos de María, ya sus nombres están inscritos en el libro de la vida.
¿De qué sirve, pues, inquietar la conciencia con las disputas de las Escuelas sobre si la predestinación es antes o después de haber previsto Dios los méritos de cada uno, o con la duda de si nuestros nombres estarán o no escritos en aquel libro? Sin duda, estarán escritos si de María somos siervos verdaderos y estamos guarecidos a la sombra de su protección.
Porque aseguran los Santos que sólo a los que Dios quiere salvar les da como prenda y gracia especialísima la devoción a su Madre, conforme lo que parece prometió por boca de San Juan (Apoc., 3, 12), en estos términos: El que venciere, llevará escrito de mi mano el nombre de Dios y el de la Ciudad de Dios. Y los Santos Padres declaran que la Ciudad de Dios es María Santísima.
Cosas gloriosas se han dicho de Ti, Ciudad de Dios (Ps. 83,3).
Bien podemos decir con San Pablo (2 Tim., 2, 19) que a los que tengan este signo los reconocerá Dios por suyos; siendo la devoción a su Madre señal tan evidente de predestinación, que el sólo rezar devota y frecuentemente la salutación angélica o el Rosario cada día se tiene por indicio muy grande de salvación.
Sus siervos, añade el Padre Nieremberg, no sólo se ven más privilegiados y favorecidos en esta vida, sino que serán más honrados y aventajados en la gloria, llevando allá vestida una librea y divisa particular mucho más preciosa y elegante que los demás gloriosos cortesanos, con que se distingan por familiares de la Reina del Cielo y servidumbre de su corte, según aquello de los Proverbios (31, 31): Todos los de su casa visten doble vestidura.
Vio Santa María Magdalena de Pazzis en medio del mar una navecilla en que iban todos los devotos de la Virgen, y la celestial Princesa, haciendo el oficio de piloto, con la proa derecha al puerto; entendiendo la Santa que las personas que viven bajo la protección de María, en medio de los peligros de esta vida, quedan a salvo del pecado y del infierno, porque los guía la misma Virgen con toda seguridad al puerto de bonanza, que es la gloria eterna. Entremos, pues, en esta barca feliz; acojámonos al manto
de María, y así nos salvaremos indefectiblemente, pues que la Iglesia le dice así:
«¡Oh Santísima Madre de Dios!: todos cuantos han de participar de las delicias celestiales habitan en Vos y están amparados a vuestra sombra maternal.»