IX 1a.
                  Cuan grande sea la clemencia 
                 y piedad de María
             
            
            
              Hablando un escritor mariano de  la piedad con que mira por nosotros la Virgen nuestra Señora, dice que bien se le puede llamar la tierra  prometida que mana leche y miel; y añade San Alberto Magno que María, por  la misericordia de sus entrañas, merece  apellidarse, no sólo misericordiosa, sino la misma misericordia; y el autor del estímulo  de amor, considerando  haber sido ensalzada a la dignidad de Madre  de Dios para bien de todos los desdichados, con el oficio anejo de  dispensar mercedes, y con tanta solicitud y  ternura, como si ninguna otra ocupación tuviese, dice que siempre que se  paraba a contemplarla perdía de vista la justicia divina y no veía más que  aquella misericordia sin término en que  está rebosando su Corazón amante. 
               
               Verdaderamente, tanta es  la de sus entrañas amorosas, que ni un instante cesa de hacernos experimentar  los efectos que de Ella proceden. 
               
               ¿Qué otra  cosa, exclama San Bernardo, puede brotar de una fuente de clemencia,  sino clemencia? Oliva es llamada en  los libros sagrados (Eccli., 24, 19), porque así como la oliva no da por  fruto más que aceite, símbolo de la  misericordia, así de las manos de María no sale otra cosa que  misericordia y gracia, de manera que con razón puede llamarse Madre del óleo de la piedad, dice el venerable Padre Luis de la Puente, pues es Madre de misericordia.
               
Yendo a pedir a esta dulce Madre el  óleo de su piedad, no tenemos que temer lo rehuse, como lo hicieron las  vírgenes prudentes negando el suyo a las  vírgenes locas (Mt., 25, 9), por  ser tan rica que, por más que dé mucho, más le queda por dar.
Pero, ¿por qué se dice (Eccli., 24, 19) que  está plantada en medio del campo  como frondosa oliva, y no más bien  dentro de un jardín cercado? Para que sin estorbos  puedan todos ir a ponerse bajo su sombra.
¡Cuántas veces, sin más que interponer sus ruegos, revocó la sentencia del castigo que teníamos merecido  por nuestros pecados! Pregunta Tomás de Kempis:
¿Qué otro seno tan amoroso como el suyo podremos encontrar? Seno donde el pobre  halla socorro; el enfermo, salud; el triste, alivio,  y el desamparado, consuelo.
             ¡Infelices de nosotros si careciésemos de esta Madre misericordiosísima, siempre cuidadosa y atenta a socorrer todas nuestras necesidades! Dice el  Espíritu Santo (Eccli., 38, 27): 
               Donde no hay mujer, gime y padece  el enfermo. 
               
               María es esta Mujer piadosa por excelencia, y como todas  las gracias se dispensan por su mano, si Ella  faltase, no habría misericordia ni  esperanza.
               
               Ni hay que temer que no ve nuestra miseria, o que  no se compadezca de vernos en necesidad.
               
Mejor  que nosotros, y mejor que ningún Santo del Cielo, las observa, y se compadece con tanto amor y solicitud, que verlas y acudir al remedio todo  es uno. Señora, con larga mano dais  dondequiera que descubrís la falta;  oficio de clemencia, propio de Madre,  y oficio que Vos haréis mientras el mundo dure.
               
               Figura suya, en los tiempos antiguos, fue Rebeca (Gen., 24, 19), la cual estaba sacando  agua de un pozo cuando llegó sediento  el criado de Abrahán, y, pidiéndole de beber,  respondió ella que con mucho  gusto se la daría, y también a sus camellos, como lo hizo.  
               
               Con esta imagen, hablando San Bernardo a la Virgen Santísima,  le dice: 
               
               «Señora, más piadosa y compasiva sois que fue Rebeca, no contentándoos con dispensar las gracias de  vuestra ilimitada liberalidad a los siervos de Abrahán, figura de los siervos de Dios fieles y leales,  sino también a los pecadores,  figurados por los camellos.» 
               
               Rebeca no  dio más de un cántaro de agua, y esta  Madre amantísima da con gran exceso mucho más de lo que se le pide, siendo en  liberalidad muy semejante a su divino Hijo, cuyas bondades, como tan  rico en misericordia con todos los que le invocan,  siempre son mayores que nuestros deseos y peticiones. 
               
               Rogad Vos, Señora, por mí, porque pediréis con más devoción que yo, y me  alcanzaréis mayores beneficios de cuantos yo nunca sabré pedir.
               
               Una  vez que, por negarse los habitantes de Samaría  a hospedar al Señor, querían dos de sus discípulos (Le., 9, 54) que cayese fuego del Cielo sobre la ciudad, les corrigió diciendo que ignoraban cuál era su espíritu, espíritu de paz y mansedumbre, no habiendo  venido al mundo a castigar a los pecadores,  sino a salvarlos. 
               
               Y siendo el espíritu de María tan parecido al de su Santísimo Hijo, bien podemos estar ciertos de la bondad y clemencia de  su corazón. 
               
               Es Madre, y, además, Dios la hizo dulce y amorosa con todos en sumo grado; que por eso la vio San Juan (Apoc., 12. 1) vestida  del sol. 
               
               Vistió de su carne  inmaculada al Sol divino, dice San Bernardo, y Él la revistió de su  poder y misericordia, la cual es tan  grande, que cuando se le presenta un  pecador implorando su valimiento, no  se pone a examinar si merece o no ser oído, pues tiene de costumbre acoger favorablemente a todos los que llegan a sus pies, sin distinción  ninguna.
               
Y el compararla con la  luna los libros santos (Cant., 6, 9) es porque si este  planeta da luz a los cuerpos inferiores,  María ilumina y vivifica a los pecadores más abatidos y abandonados.
Así, pues,  si temiendo la potestad y justicia  del Altísimo, o el peso de nuestras culpas, no nos atrevemos alguna vez  a ponernos cerca de aquella Majestad infinita a quien ofendimos, no hay que recelar de aproximarnos a María, porque en Ella nada veremos que nos cause temor.
Santa y justa es, Reina del  Cielo es y Madre de Dios; pero como  hija de Adán, es también de nuestra  propia carne, y es toda piedad, toda  gracia, a todo se presta, a todos abre el seno de su benignitud, todos reciben de la abundancia de su  amor, empleada en hacer a todas horas lo contrario  de lo que el diablo hace.
El diablo nos rodea con intención de acometernos y tragarnos (1  Petr., 5, 8), y María nos busca por darnos vida y salvación.
               Debemos,  además, persuadirnos, dice San Germán, de  que no tiene límites su poder, especialmente para desarmar el brazo de  la justicia divina. 
               
               ¿De dónde nace que Dios,  que en la antigua Ley era tan severo  en castigar, use ahora comúnmente de tanta blandura con los pecadores? Consiste en los merecimientos y amor de María. 
               
               ¡Cuánto  tiempo ha que se hubiera hundido y aniquilado  el mundo si Ella, con sus ruegos, no le sustentase! 
               
               Al contrario, bien podemos  prometernos de la divina liberalidad todo género de bienes ahora que  tenemos a Jesucristo como mediador con el  Eterno Padre, y a la Reina  del Cielo con el Hijo amoroso. 
               
               ¿Cómo podrá negarse al Hijo cosa alguna cuando muestre a su Padre, las llagas que sufrió por nosotros, ni a la Madre Santísima  cuando muestre al Hijo los pechos virginales que le alimentaron? 
               
               Hermosamente dice San Pedro Crisólogo que, habiendo hospedado a Dios en su seno esta  Doncella sin mancilla, pide como paga del hospedaje la paz del mundo, la salud  de los desahuciados y la vida de los muertos;  de forma que de sus manos está  pendiente todo nuestro bien, y por  eso hemos de recurrir siempre a su amparo como a puerto, refugio y asilo segurísimo. 
               
               Ella es aquel trono de gracia a donde el Apóstol  (Hebr., 4, 16) nos exhorta a ir  sin temor, dice San Antonino, ciertos  de obtener la divina misericordia, con todos los auxilios necesarios al  logro de la eterna felicidad.
               
               Concluyamos con el estimulo  de amor sobre las palabras de la Salve: 
               
               ¡Oh clemente, oh  piadosa, oh dulce Virgen María! Clemente  a los necesitados, piadosa a los que piden,  dulce a los que aman. 
               
               Clemente a los  penitentes, piadosa a los aprovechados, dulce a los  contemplativos.
               
Clemente, librando; piadosa,  perdonando; dulce, dándose a los  suyos en premio y posesión eterna.