V 2a.
                 Prosigue la misma materia
             
            
             
A la manera que un hombre y una mujer causaron nuestra ruina, dice San Bernardo, así  fue conveniente que el daño se reparase por otro hombre y otra mujer,  que fueron Jesús y María. 
Suficientísimo era Jesucristo para redimirnos; pero, pues ambos sexos concurrieron al mal, convino, por congruencia, que ambos nos trajesen el bien.  Y así, San Alberto Magno llama a María cooperadora de nuestra redención. 
Y como  la misma Señora reveló a Santa Brígida, por una manzana vendieron el mundo Adán y Eva, y con un corazón le rescataron Jesús y su Madre dulcísima.  De la nada creó Dios el mundo, añade San Anselmo;  pero habiéndose perdido por la culpa, no  quiso repararle sin la cooperación de María. 
             De tres maneras cooperó la divina Madre a nuestra salvación, como explica el Padre Suárez; primera, mereciendo con mérito de congruencia la Encarnación del Verbo eterno: segunda, rogando por nosotros instantemente mientras vivió en la tierra; tercera, ofreciendo con pronta voluntad  la vida de su Hijo por nuestro remedio.  
               
               Habiendo, pues, contribuido así, con  amor ardentísimo, a la gloria de Dios y a nuestra salvación eterna, tiene decretado  el Señor que todos hayamos de conseguirla  por su mediación y valimiento. 
               
               Se llama cooperadora de la justificación, porque Dios ha puesto en  sus manos todas las gracias que han de hacer a los hombres; y todos los hombres pasados, presentes  y por venir, dice San Bernardo, tienen  que mirar a María como el medio de su eterna  felicidad y como el centro de todos los siglos. Lo que dijo el Señor (Jn., 6, 44): Ninguno viene a Mí si mi Padre no le trae, lo puede también decir de su Madre: 
               
               Ninguno viene a Mí si, con sus ruegos, no los trae mi Madre. Jesús fue el fruto  bendito de aquel vientre  inmaculado (Le., 1,42), como  exclamó Santa Isabel cuando la vio  entrar por sus puertas; y así, quien apetezca el fruto ha de ir al Árbol: quien  quiera hallar a Jesús, tiene que  buscar a María, y hallar a uno es hallar al otro. Luego que Santa Isabel la vio, no sabiendo cómo agradecerle aquella fineza tan singular, dijo en alta voz: 
               
               ¿De  dónde a mí, que la Madre de mi Dios venga a  visitarme?
             ¿Pero acaso  ignoraba que allí venía el Señor también? ¿Cómo no dice o no se  tiene más bien por indigna de recibirle a Él? ¡Ah, que la Santa entendió muy bien  que cuando viene María trae consigo a Jesús, y por eso le bastó dar a gracias a la Madre, sin que fuese menester nombrar al Hijo! 
               
               Fue  como navio de mercader, que de lejos trae el sustento (Prov., 31, 14), María es  aquella nave feliz que nos trajo al Salvador, pan vivo bajado del Cielo, para darnos vida  de gracia y gloria, corno dijo el mismo Señor (Jn., 6, 51); y así, puede  asegurarse que todos los que en el borrascoso mar  de este mundo no se refugien a esta nave de  salud, perecerán.
               
Por esto siempre  que nos veamos en peligro de caer, dirijamos pronto a María nuestros clamores, y digamos (Mí., 8, 25): Socorrednos, Señora, sin tardanza, que  perecemos.
                            Nótese aquí, de paso, que el piadoso autor  de quien tomamos estas palabras no tiene reparo en decir sálvanos, que perecemos, como lo tuvo el otro que voy rebatiendo  (1), fundado en que la prerrogativa de salvar sólo pertenece a Dios. 
               
               Mas si un hombre que haya sido sentenciado a muerte puede muy bien suplicar a un  favorito que, imponiendo su  valimiento con el rey, le salve, obteniéndole la gracia de la vida, ¿por qué no  ha de poder un cristiano decir a la   Madre de Dios que le  salve y alcance de Dios la gracia de la   vida eterna?
               
Ninguna  dificultad hallaba el himnógrafo  griego en decirle: «Reina inmaculada, Reina purísima, sálvame y líbrame de la eterna condenación; ni el salterio  mariano en llamarla Salud de todo el que la invoca; ni  la santa Iglesia en invocarla como Salud  de los enfermos.
               
               ¿Y hemos todavía de tener  escrúpulos en suplicarle que nos salve, cuando a nadie se da entrada por el Cielo sino por Ella, nadie se salva sino por María,  como dijo San Germán? ¿No dicen  claramente los Santos que nos es necesario la intercesión de la divina Madre? Decía San Cayetano: 
               
               Bien podemos buscar la gracia, pero jamás la encontraremos sino  por medio de María. Pero sin valerse  de Ella, añade San Antonino, es como  volar sin alas. Porque así como cuando las gentes, acosadas del hambre pedían pan a Faraón, éste les decía (Gen., 41,  55): Id a José, así dice Dios: Id a María, pues ha decretado, dice San Bernardo, no conceder a nadie  cosa alguna sino por su medio.  Nuestra salud está en su mano. 
               
               La  salud de todo el mundo consiste en ser  por Ella favorecidos y amparados.
               
                San Bernardino de Sena la llama Dispensadora  de todas las gracias. Al modo que una piedra cae si no tiene cosa que la detenga, así, dice  otro escritor, un alma sin el sostén de María cae primero en el pecado, y después en el  infierno. 
               
               El salterio mariano añade:  Sin su intercesión no salva Dios a nadie. Un niño sin alimento, muere, y un  hombre sin amparo de María, perece. Procura, pues, que tu alma tenga sed de la devoción  de María; ásete a Ella y no la dejes hasta que te bendiga. 
               
               ¡Oh Virgen hermosa!, exclamó San Germán,  ¿quién hubiera conocido a Dios sino por Ti? ¿Quién se libraría de los peligros, quién recibiría gracia alguna sino por  Ti? ¡Oh Virgen! ¡Oh Madre! ¡Oh llena de  gracia! 
               
               Para llegar al Padre, dice San Bernardo,  no tenemos acceso sino por Jesucristo; y  para Jesucristo, el medio más seguro  es María Santísima; por Ella nos  recibe el que por Ella se nos dio. ¿Qué será, pues, de nosotros, Señora, si nos abandonáis, Vos, que sois la vida de todo cristiano? 
               Replica  el referido autor moderno que si ello es así, que todas las gracias pasan  por María, También  habrán de recurrir los Santos a la   Virgen para alcanzar por su medio los favores que les  pedimos, esto, dice, nadie  lo cree, nadie lo ha soñado. 
               
               Respondo que en  creerlo no hay error ni inconveniente alguno. ¿Qué inconveniente puede haber si decimos que, habiéndola Dios constituido  Reina de todos los Santos y decretado que todo favor pase por sus manos, quiera, para más honrarla, que aun los Santos recurren a Ella, y por  su medio alcancen a sus devotos  cualquier beneficio? Y en cuanto a que nadie lo ha soñado, yo encuentro que lo  afirman terminantemente San Bernardo, San Anselmo, San Buenaventura, y  con ellos el  eximio doctor Francisco  Suárez, diciendo todos unánimemente que en vano acude a los Santos cuando la Virgen no le favorece ni ayuda. 
               
               Lo mismo enseña un  piadoso escritor moderno explicando aquellas palabras del Profeta Rey (Ps., 44, 13): Todos  los ricos del pueblo buscarán tu rostro y te pedirán. 
               
               Dice que los  ricos de aquel gran pueblo de Dios son los Santos, los cuales, cuando desean alcanzar alguna  merced para sus devotos, se encomiendan a nuestra Señora para que se la obtenga. Y así, dice el  Padre Suárez, aunque entre los Santos no acostumbramos valemos de la intercesión de uno  para con otro, pues todos son iguales; pero respecto  de la Virgen,  con gran razón les pedimos que sean  nuestros intercesores para con la que es su Reina y Señora. 
               
               Prueba de esto es  que el Patriarca San Benito,  apareciéndosele a Santa Francisca Romana, le  prometió abogar por ella delante de la Sacratísima Virgen. Sin duda, Virgen  soberana, exclama San Anselmo, todo lo que los Santos pueden alcanzar unidos con Vos, lo podéis Vos  sola conseguir.
               
                ¿Y por qué sois tan poderosa? Porque sola sois Madre del  Salvador, sois la Esposa  escogida del mismo  Dios, sois Reina universal de Cielos y tierra. 
               
               Si Vos no pedís por  nosotros, no lo hará ningún Santo; mas si ellos ven que Vos empezáis la súplica, al instante se pondrán a  vuestro lado, y pedirán y tendrán empeño en  favorecernos. Porque cuando se  dirige a orar por nosotros, dice el  espejo de nuestra señora,  como Reina que es de los  ángeles y los Santos, le manda juntar sus ruegos  con los suyos para inclinar la voluntad del Altísimo. 
               
               Así, finalmente, se  entiende la razón por que la santa Iglesia nos manda invocar y saludar a esta Madre dulcísima con  el título precioso de esperanza nuestra: Spes nostra, salve. El impío Lulero decía que  para él era cosa insufrible que la   Iglesia romana llamase a María su esperanza, mal fundado en que sólo Dios  y Jesucristo pueden ser esperanza del hombre; tanto, que por Jeremías (17, 5) maldice Dios al que  la coloca en alguna criatura. 
               
               Pero la   Iglesia que no se engaña, nos dice que la invoquemos sin cesar, llamándola en alta  voz esperanza nuestra: Spes nostra, salve. El que la pone en alguna  criatura independientemente de Dios, será el maldito, porque Dios es la única fuente y dador de todo bien, y la criatura sin  Dios, como nada tiene, nada puede  dar. Pero el Señor ha dispuesto, como  ya hemos probado, que todas las gracias pasen por manos de su Madre,  canal de misericordia, y por esto se puede y  debe decir que es esperanza nuestra, y que por su mediación recibimos todos los favores del Cielo. 
               
               En efecto, Señora,  os diré, con San Bernardo, con San  Juan Damasceno, Santo Tomás y San Efrén:  Vos sois toda mi confianza, toda mi esperanza. Os miro atentamente, y sé que de vuestra mano está pendiente mi  dicha.
                            Protegedme bajo las alas de  vuestra piedad. Procuremos venerarla con  todos los afectos del corazón, pues que así lo quiere Dios, habiéndola constituido medio y canal para dispensarnos todas sus bondades, y siempre que deseemos alcanzar alguna merced de la piedad divina, encomendémonos a María, y no dudemos de  conseguirla, que si lo desmerecemos, bien lo merece  la que por nosotros interpone sus ruegos; así como si aspiramos a que acepte Dios lo que de nuestra poquedad le  ofrecemos, sea María el conducto, y el Señor admitirá la ofrenda  benignamente.