VI 3c. Oracion
¡Oh dulcísima Virgen! Pues que vuestro empleo es el de interponeros como defensora entre Dios y los pecadores, haced por mí siempre oficio tan amoroso.
Y no digáis que es difícil mi causa y no me podéis defender, porque ninguna tuvo mal éxito, por desesperada que fuese, patrocinada por Vos. ¿Y se ha de perder la mía? No, no se perderá.
Es cierto que si sólo mirase a lo que merecen mis pecados, temería con gran razón que os negaseis a encargaros de ella; pero como conozco vuestra piedad y el deseo que arde en vuestro benignísimo corazón de ayudar a los desgraciados, nada temo.
¿Quién nunca se perdió que a Vos acudiese? Vos me amparáis, abogada mía, refugio mío, esperanza mía, amada Madre mía.
En vuestras manos pongo el negocio de mi eterna salvación. En vuestras manos encomiendo mi alma; Vos la habéis de salvar.
No cesaré de bendecir al Señor, porque me da en Vos esta confianza, la cual es tan grande, que, sobrepujando a todos mis méritos, me alienta y asegura de mi salvación.
Un sólo recelo me queda, y es si llegaré a faltar por mi negligencia en esta confianza de hijo que siento en Vos ahora.
Para que asi no suceda, os pido por el amor que tenéis a nuestro divino Salvador, que conservéis y aumentéis cada día más y más en mi ánimo esta segurísima confianza en vuestra intercesión, por la cual espero recuperar la gracia que perdí pecando locamente, conservarla con vuestro auxilio poderoso y conseguir después cantar en el Cielo tantas misericordias viendo y gozando a Dios en vuestra compañía por todos los siglos de los siglos. Amén.