VI 1a.
                  María es nuestra abogada, y tiene poder para salvarnos a todos
             
            
              Es tan grande la autoridad que tiene  una madre   sobre sus hijos, que, aunque  alguno llegue a ser gran monarca, con absoluto dominio de todas las personas de  su reino, nunca la madre viene a estarle sujeta. 
               
               Verdad es que, sentado a la  diestra del Padre, Jesucristo nuestro Señor adquirió, en cuanto hombre, por  razón de la unión hipostática con la persona del Verbo, dominio general sobre todas las criaturas, incluso María; pero también  es positivo que mientras vivió en carne mortal quiso humillarse y serle subdito, como atestigua  el Evangelio de San Lucas (2, 51).  
               
               Y aún llegó a decir San Ambrosio que, supuesto que se dignó escoger a  María por Madre, el obedecerle como Hijo fue obligación.  
               
               Lo más que se dice de los Santos es que están con Dios; pero de la Reina de los Santos se afirma que tuvo  la suerte, no sólo de haber estado siempre sumisa a la divina voluntad, sino de haber  tenido a la suya sujeta y obediente al mismo Dios. 
               
               Las demás vírgenes siguen  al Cordero dondequiera que va (Apoc., 14,4); pero la Virgen de vírgenes fue en este mundo  seguida del Cordero, subdito suyo. 
               
               Ahora, en el  Cielo, si bien ya no puede mandar en su divino Hijo, es indudable  que sus ruegos maternales son  eficacísimos para conseguir cuanto pide. Lo que pide y desea lo puede en tierra  y Cielo, y hasta volver la esperanza a los que ya estaban desesperados. 
               
               Cada vez que se acerca al altar de la  misericordia y presenta a Jesucristo cualquier  petición en beneficio nuestro, es tanto lo que el Señor se agrada, y accede tan pronto, que más parece precepto  que súplica, más de señora que de sierva. 
                            De esta manera honra Jesús a  su querida Madre, de quien fue tan honrado  mientras vivió entre nosotros,  concediéndole al instante todo cuanto  desea. Sois omnipotente, Señora, en salvar a los pecadores, sin tener necesidad de otra recomendación que el ser Madre de la verdadera Vida. 
  
               Todo, hasta el  mismo Dios, obedece al mandato de María, dice francamente San Bernardino de Sena; esto es,  Dios oye sus ruegos como si fueran preceptos. Sí, Virgen purísima; a tanto os  ha Dios ensalzado, que,  por gracia, no hay para Vos cosa imposible. Vuestro auxilio es omnipotente,  pues conforme a buena  ley gozáis todas las prerrogativas de que el Rey goza, como que sois la Reina. 
  
               Poderoso es el  Hijo, poderosa la Madre;  omnipotente el Hijo,  omnipotente la Madre,  y tanto, que tiene  puesta Dios a toda la Iglesia,  no bajo vuestro amparo solamente,  sino también bajo vuestra jurisdicción y  dominio. 
  
               Una es la diferencia: que el ser omnipotente el Hijo es por naturaleza, y la Madre, por gracia, como fue revelado a Santa Brígida, que un día oyó  que el Señor dijo a su dulce Madre:  
  
  «Madre mía, pide cuanto quieras,  porque no pueden dejar tus ruegos de ser oídos. Tú, en la tierra, nada  me negaste, y Yo en el Cielo, nada te negaré.» Con esto, bien entendemos lo que  quiere decir ser omnipotente María, no que lo sea en todo rigor, cosa de que una criatura no es capaz, por perfecta  que sea, sino porque pide y alcanza  cuanto quiere. 
  
               Basta que sea  empeño vuestro, Señora, y todo se  hará; basta que queráis levantar al mayor pecador  del mundo, y será santo. Y así, decía: Lo que los hombres me deben  suplicar es que Yo quiera, porque todo  aquello que me agrada necesariamente se hace. 
  
               Muévaos, Señora, vuestra benignidad y poder, porque cuanto sois más poderosa,  debéis ser más misericordiosa. ¡Oh dulce abogada nuestra!, pues que  tenéis corazón tan piadoso que no podéis ver nuestras miserias sin compasión, y  juntamente con Dios, poder tan 
               grande para  salvarnos, no os desdeñéis de mirar por  nosotros, miserables pecadores, los que en Vos hemos puesto toda la  esperanza. 
  
               Y si nuestras oraciones son ineficaces, confiemos en Vos, sabiendo  que Dios os ha ensalzado tanto para que tan rica como sois en poder, tan  misericordiosa seáis en querer favorecernos. Pero de vuestra misericordia, dice  San Bernardino, ¿quién ha de dudar? Si es inmenso el poder, inmensa es la bondad, e inmensa la caridad, como por los  efectos vemos cada día. 
  
               Desde que vivía  aquí, en la tierra, su único pensamiento  fue, después de la gloria de Dios, el bien  de los hombres, con el privilegio de conseguir cuanto pidiese, ilimitadamente. 
  
               Lo comprueba el suceso de las  bodas de Cana, cuando, habiendo faltado vino, compadecida del rubor de aquella  buena gente, se acercó a pedir a su Hijo que los consolase con obrar un milagro. Al principio parecía que el Señor se negaba, y así dijo (Jn., 2, 4): Mujer,  ¿a nosotros qué nos importa? El tiempo de hacer milagros no ha llegado aún; los haré cuando empiece a predicar, en confirmación de mi doctrina. 
  
               Con todo, María como si ya estuviese acordada  la gracia, les dice (1) que llenen  las vasijas de agua. Pero ¿cómo es  esto? Si el tiempo determinado de obrar los  milagros había de ser el de la predicación,¿cómo se  anticipa contra el decreto divino? 
  
               No, dice San Agustín; no hay aquí  nada opuesto a lo que Dios tenía decretado, porque aunque, generalmente hablando, todavía estaba por  venir el tiempo de las señales y prodigios  de nuestro divino Salvador, tenía  Dios también determinado desde toda la eternidad, con otro decreto  general y absoluto, que a su Madre todo se lo había de conceder luego que se lo  pidiese. 
  
               Y por esto, sabedora Ella de este  privilegio, aunque, al parecer, se  le negaba aquella petición, manda, como cosa ya hecha, que llenen las  vasijas de agua. Quiere decir, que, a pesar  de la aparente repulsa, el Señor, para honrarla, accede prontamente a  sus ruegos, o que con aquellas palabras quiso dar a entender que, por entonces, a los de ningún otro hubiera accedido; pero hablando su Madre, no lo dilata un  punto. 
  
               Ciertamente, no hay criatura  alguna que pueda obtener tantas  misericordias a los miserables 
               desterrados en este valle de lágrimas  como esta medianera santísima, honrada por Dios como querida Madre. Basta que  abra los labios. 
  
               Hablando el Esposo de los  Cantares (8, 13), en quien está figurada María, le dice de este modo: Tú  que habitas en los jardines,  los amigos escuchan; oiga Yo tu voz. 
  
               Los amigos son los  Santos, los cuales, siempre que piden algo  en beneficio de sus devotos, esperan que su Reina presente la súplica y  alcance la gracia, pues que  ninguna se concede sino por su mediación.
  
  ¿Y cómo las  impetra? Basta que se oiga su voz. Consigue  las gracias rogando, sí, pero al mismo tiempo interpone la autoridad materna, con la que obtiene cuanto pide y desea. No hay en esto duda. 
  
               Cuenta  Valerio Máximo que, teniendo Coriolano sitiada la ciudad de Roma, su patria, y no bastando súplicas de ciudadanos y amigos a persuadirle a alzar el cerco, saliendo, al fin, su  madre, Veturia, no pudo el hijo resistir a sus ruegos y lágrimas, y al  instante se retiró. 
  
  ¡Cuánto más aceptos  serán los ruegos de tan buena Madre a un hijo tan amante! Un sólo suspiro suyo vale más que las oraciones de todos los Santos. Suspiros son  de Madre, a cuyo poder y eficacia no  hay resistencia. 
  
               Acudamos, pues, a esta poderosísima abogada, diciendo:  Señora, pues que tenéis autoridad de Madre,  fácil os es obtenernos perdón de nuestros pecados, por enormes que sean,  no pudiendo menos de acceder a cuanto le  pedís a aquel Señor de infinita  piedad, que os escogió por Madre. 
  
               Todo el  Cielo, a una voz, os llama bendita, diciendo que lo que Vos queréis es lo que se hace, y nada más, según aquel célebre verso: 
  
               Lo que Dios con  su imperio, Tú, Señora, lo  puedes con tu ruego. 
               Pues qué, ¿no ha de ser cosa propia de  la benignidad del Señor dar gusto a su dulcísima 
             Madre,  puesto que vino al mundo, no a quebrantar, sino  a cumplir la Ley, entre  cuyos Mandamientos, uno muy principal es honrar padre y madre? Y  aun en  cierto modo está obligado a ello, por ser deudor a la suya  del ser humano que en su seno purísimo recibió,  con el consentimiento de la misma Señora.
               
Bien le  podemos decir: Alégrate, Virgen Santa, de tener por deudor a un Hijo que a  todos da y de ninguno recibe. Nosotros  debemos todos a Dios (Manto tenemos,  porque todo es don suyo. Unica ante  a Vos ha querido ser deudor, tomando carne Piangre en vuestras purísimas entrañas. 
Contribuísteis a dar el precio de la redención para  librar lal hombre de la muerte  eterna, y por eso sois más ¡poderosa que ningún Santo en ayudarnos a conseguir la eterna vida. Vuestro Hijo gusta que  le pidáis, porque desea darlo todo  por vuestro respeto, para pagaros así la preciosa dádiva que le  hicisteis dándole forma humana. 
Sí, Virgen sin mancilla, a todos nos podéis salvar con vuestros ruegos, dignificados con la autoridad que os da  el ¡título y ser de Madre. 
               
               Concluyamos con  las regaladas palabras del ESTlMULO DE AMOR. 
               
               Inmensa y  admirable fue, por cierto, la bondad de Dios, que, siendo nosotros pecadores  vilísimos, darnos le plugo en Vos una abogada de  quien podemos esperar toda suerte de bien: abogada en cuyas manos beneficentísimas están los  tesoros inagotables de la divina gracia;  abogada piadosísima, por quien  alcanzásemos redención de culpas, galardón de gloria.