I 2a. Que debemos tener  aún mayor confianza en la Virgen María, por ser nuestra  Madre
            
              No  en vano llaman sus devotos madre a  la santísima Virgen María, ni parece que aciertan a invocarla de otra manera, sin cansarse nunca de darle tan dulce nombre. Madre, sí, porque verdaderamente  lo es, no carnal, sino espiritual, de nuestras  almas, para conseguirnos, con amor de Madre,  la eterna salvación.
                            Cuando  por el pecado perdimos la gracia divina,  fue perder la vida del alma: estábamos muertos  miserablemente; vino al mundo nuestro               divino Redentor, y  muriendo en cruz, con exceso grande de misericordia y amor, nos recobró la vida  que habíamos perdido, según Él mismo aseguró («., 10, 10): Vine para que tengan vida y más abundante.
               
Más  abundante, porque dicen los teólogos que fue más el bien que Jesucristo nos  trajo con la redención que el mal que Adán nos había causado con la  desobediencia. 
               
               De este modo, el Señor, reconciliándonos con Dios, se hizo Padre  de nuestras almas en la nueva ley, conforme a la predicción del Profeta Isaías (9, 6). Pero si Jesús  es Padre de  nuestras almas, María es Madre; porque, habiéndonos dado a Jesús, nos dio la verdadera vida, y habiéndole  ofrecido en el monte Calvario por nuestra salvación, fue como darnos a la luz,  o hacernos nacer a la vida de la gracia.
               
               Dos  veces, pues, se hizo nuestra Madre espiritual, dicen los Santos Padres: la primera fue  cuando mereció concebir en sus purísimas entrañas al Hijo de Dios, pues al dar  para ello su consentimiento, empezó a pedir con afecto ardentísimo nuestra  salvación, y se dedicó de tal suerte a procurárnosla, que desde entonces nos  llevó en su seno como amorosísima Madre.
               
Refiriendo San Lucas (2, 7) el  nacimiento del Señor, dice  que María dio a luz a su hijo primogénito. Luego si fue su primogénito, se debe inferir, añade  San Alberto Magno, que tuvo después  más hijos. 
Pues siendo artículo de  fe que hijo carnal no tuvo  ninguno, fuera de Jesús, se sigue claramente que los demás fueron hijos espirituales, y éstos somos  todos nosotros. 
Lo mismo reveló el  Señor a Santa Gertrudis, la cual,  leyendo un día en el Evangelio aquellas palabras, quedó confusa, sin  alcanzar cómo podía ser que, no habiendo  tenido la Virgen  más Hijo que a Jesús, allí se dijese que fue su primogénito. Dios le explicó que Jesucristo había sido primogénito de María  según la carne, y los demás hombres los  segundos hijos según el espíritu.
               
               Así también se entiende lo que se dice  de María en los Cantares (7, 2): Tu  vientre es como un montón de  trigo cercado de azucenas. Lugar  que explica San Ambrosio diciendo  que, aunque en el seno purísimo de  María hubo solamente un grano, que  fue Jesucristo, no obstante, se le llama montón, porque  en aquel grano estaban encerrados todos los  escogidos, de los cuales María había de ser Madre. 
               
               Y por esta razón, al  dar a luz al Salvador del mundo, nos dio también a todos la vida y la salud.
               La segunda fue  cuando en el monte Calvario ofreció,  con gran dolor de su corazón, el Eterno Padre,  la vida de su Hijo por nuestra salvación; y así, dice San Agustín que,  habiendo entonces cooperado con tanto amor  a que los fieles naciesen a la vida de la gracia, se hizo igualmente
             Madre espiritual de todos nosotros, que  somos miembros de Jesucristo, nuestra  cabeza; y es precisamente lo que testifica en los Cantares (1, 5)  la misma bienaventurada Virgen: Me  puso a guardar sus viñas; pero la mía no la guardé. Para  salvar nuestras almas, sacrificó la vida de  su dulcísimo Hijo. Porque, ¿cuál es  el alma de María? 
               
               ¿Quién es su, vida  y su amor, sino Jesucristo? Que por eso le anunció Simeón (Le., 2, 35) que había de llegar un día en que  su pecho se viese traspasado con cuchillo  de gran dolor, como lo fue la  lanza que abrió el costado de Jesús,  donde vivía el alma de la Madre. 
               
               Entonces fue cuando, con sus dolores, nos dio  la vida, y vida eterna; y así podemos todos llamarnos  justamente hijos de sus dolores. Siempre estuvo esta Madre amorosa conforme en todo con la divina voluntad, y de  aquí reflexiona San Buenaventura  que, viendo el infinito amor del Padre para con los hombres en querer  que su Hijo amantísimo muriese por ellos, y  el del mismo Hijo en aceptar la muerte, dio también su consentimiento, uniéndose con rendida y entera voluntad  al beneplácito divino por la salud del hombre. 
               
               Es verdad que en el  negocio importante de nuestra salvación  quiso el Señor ser solo, cómo dice Isaías (63, 3): Yo solo pisé el lagar. Mas viendo el deseo ardentísimo que tenía también su piadosa Madre del humano remedio, dispuso que con el sacrificio y  oferta de su mismo Hijo cooperase a nuestra salvación, y así viniese a ser  Madre de nuestras  almas. 
               
               Esto es lo que nuestro Salvador significó cuando, poco antes de expirar, mirándola desde lo  alto de la cruz, y mirando al  discípulo amado, dijo a María (Jn., 19, 26): Ese es tu hijo; como  si le dijese: Ves ahí el hombre que, en  virtud del ofrecimiento que por su  salvación haces de rni vida, ya nace  a la vida de la gracia; y dirigiéndose después al discípulo, añadió: 
               
               Esa es tu Madre, con cuyas palabras,  dice San Bernardino de Sena, quedó constituida  por Madre, no sólo de San Juan, sino también de todos los hombres, a quien tanto amó; siendo  por esto muy de advertir, añade el Padre Silveira,  que el Evangelio no pone el nombre de Juan,  sino el discípulo, para dar a entender que el Salvador la dio por Madre a todos los que por la profesión de cristianos son discípulos suyos.
               
               Yo  soy la Madre  del Amor Hermoso (Eccli., 24, 24),  dice María; porque su amor, al mismo tiempo que hace a las almas hermosas a  los ojos de Dios, le  estimula a recibirnos por hijos como amorosa Madre. ¿Y qué madre ama tanto a los suyos? ¿Qué  madre mira por ello con tanta solicitud como Vos lo hacéis, Reina y Madre dulcísima?
               
               ¡Felices los que  viven bajo la protección de Madre tan amante  y poderosa! El Profeta David, aunque  en su tiempo no hubiese aún nacido María,  ya se daba por hijo suyo; y esto alegaba a Dios para que le salvase, diciendo (Ps., 85. 16): Salva,  Señor, al hijo de tu esclava. «¿De  qué esclava?», pregunta San Agustín. De la que dijo al ángel: 
               
               «Aquí está la  esclava del Señor.» Y añade San Roberto Belarmino: «¿Quién tendrá la osadía de  arrancar a sus hijos de aquel seno maternal, habiéndose refugiado ellos allí para librarse de los golpes de sus enemigos? ¿Qué furia infernal, o  qué pasión, por violenta que sea,  podrá nunca vencer a los que han puesto toda su confianza en el patrocinio de esta gran Madre?
               
               Cuentan de la ballena que, si por la  furia de alguna tempestad, o por temor de los pescadores, ve a sus hijos en  riesgo, abre la boca y los guarda dentro del seno mientras pasa el peligro. 
               
               A  este modo, nuestra dulce Madre, cuando ve a  sus hijos expuestos al furor de las borrascas que levantan las  tentaciones, ¿qué hace? Movida de su grande amor,  los esconde dentro de sus entrañas, y allí los tiene y protege hasta  colocarlos en el puerto de la gloria eterna. ¡Oh Madre amantísima!, ¡oh Madre  piadosísima! ¡Bendita seáis para siempre, y bendito sea el Señor, que os dio a nosotros por Madre y seguro refugio de todos los peligros de esta  vida!
               
               Reveló  la misma Virgen a Santa Brígida que, a la manera como una madre viese a sus hijos entre las espadas del enemigo, haría todos los  esfuerzos posibles por librarlos, así, dice, lo hago y haré yo por los míos, por más pecadores que sean, siempre  que  recurran ellos a mí. 
               
               Fiémonos, pues, en su palabra, seguros de que en todas las  luchas que sostengamos con los enemigos  infernales saldremos vencedores, con sólo acudir invocándola y repitiendo: «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre  de Dios.» ¡Oh, cuántas victorias han alcanzado  del infierno los fieles con esta breve pero eficacísima oración! ¡Así  vencía siempre a los demonios una gran sierva de Dios del Orden de San Benito!
               
               Alegraos,  pues, los que sois hijos de María, y alegrémonos todos, sabiendo que  adopta benignamente por hijos a cuantos lo  quieren ser. Alegraos, y no temáis perderos, pues con todo su poder os defiende y protege vuestra Madre poderosísima. Si la amáis de todo corazón, si ponéis  en Ella vuestra confianza, bien  podéis cobrar ánimo y decir con San Buenaventura: 
               
               ¿Qué temes, alma mía? La causa de tu salvación no se puede perder,  porque la sentencia está en manos de Jesús, que es hermano tuyo, y de  María, que es tu querida Madre. 
               
               Con este  mismo pensamiento, que alegra tanto  a los corazones, nos exhorta San Anselmo a la confianza: La Madre de Dios es mi Madre;  ¿con cuánta seguridad no debo esperar, pues mi salvación depende de mi buen  Hermano Jesús y de mi piadosa Madre María?  
               
               Oigamos, pues, las voces de nuestra Madre, que, como a niños tiernos, amorosamente nos llama (Prov., 9, 4):  Si quis               est parvulus, venial  ad me. 
               
               Los niños tienen  siempre en la boca la palabra  «madre», y a cualquier  susto o peligro claman al momento:
               
«¡Madre, madre!» ¡Oh Madre amorosísima!  Esto es lo que Vos deseáis: que cual niño os llamemos y corramos a Vos,  porque ciertamente queréis favorecernos y  salvarnos, como lo habéis hecho siempre con todos vuestros hijos.