II 2a. 
               La Virgen también es nuestra vida, porque nos obtiene la perseverancia
             
            
             Es la  perseverancia final don tan alto y precioso, que ningún hombre lo merece, sino que es del todo gratuito, como tiene la Iglesia declarado en el Concilio de Trento. 
               
               Con todo, San Agustín enseña que se puede alcanzar con la oración, y aun  infaliblemente. Añade el Padre Suárez: 
               
               «... con tal que no cesemos de  pedirlo hasta él fin»; pues, en expresión de San Roberto Belarmino, cada día se  debe pedir para que cada día se pueda obtener. Ahora bien: conforme a la opinión común, y cierta para mí, como  probaré en el capítulo V, si es verdad que dispensa Dios, por mano de María,  todas las gracias que concede a los hombres, no habrá duda en que también  alcanzaremos por su medio el don de la  perseverancia, que es la gracia suprema. 
               
               Sí, la alcanzaremos  pidiéndosela siempre con toda confianza. Ella misma lo promete 
a cuantos la  sirvan con fidelidad; y la santa Iglesia, que es infalible, le pone en la  boca las palabras que lo aseguran (EcclL, 24, 30): Los que se guían por Mí no pecarán; los  que me dan a conocer obtendrán la vida eterna. 
Para perseverar en  gracia hasta la muerte necesitamos fortaleza espiritual con que resistir a los asaltos del enemigo, la cual sólo se alcanza  por medio de María (Prov., 8, 14): Mía es la fortaleza. En mi mano ha puesto- el  Altísimo este don, para que le  dispense a mis devotos. 
Por Mí reinan los reyes. Con mi fervor rigen mis siervos  sus sentidos, dominan sus pasiones y se hacen dignos de reinar  después  eternamente. ¡Oh, qué esfuerzo sienten en   sí los siervos de esta gran Señora para vencer todas las tentaciones!  María es aquella torre inexpugnable ceñida de escudos y  defensa, donde tienen las almas fieles armas en abundancia para  pelear y vencer a todos sus contrarios (Cant., 4, 4). 
También se llama platano (Eccli., 24, 19), porque  el plátano tiene las hojas grandes y parecidas a un escudo; esta propiedad  explica bien la protección y firmeza con que María defiende a los suyos; o bien, dice el  Beato Amadeo, porque así como los viajeros se guarecen de la fuerza del sol y la  lluvia bajo las hojas de  este árbol, así los hombres bajo el manto  de María hallan refugio contra el ardor de las  pasiones y la violencia de la tentación. 
¡Desdichado de aquel que se aparta de tan segura defensa! ¡Desdichado del que olvida su devoción y no recurre a Ella en los peligros! ¿Qué sucedería si  llegase a faltar el sol?, dice San Bernardo. 
¿Qué sería entonces el mundo, sino un caos tenebroso y horrendo? Pierda el alma la devoción de María, y  luego se cubrirá de tinieblas, de aquellas tinieblas donde sólo habitan fieras terribles, cuales son  el pecado y el diablo (Ps., 103,  20). ¡Ay de aquellos que se ofenden  de la luz de este sol, que desprecien la devoción de María! 
Con sobrado motivo  dudaba mucho San Francisco de Borja  de la perseverancia de aquellos en quienes no veía una devoción especial a esta soberana Señora. Preguntó una vez a  ciertos novicios cuáles eran los Santos de su mayor  devoción, y advirtiendo que algunos de ellos no la tenían particular con  la Virgen Santísima,  avisó al Maestro de novicios que estuviese  alerta; y fue así que, al fin, aquellos desdichados salieron de la religión. 
También tenía San Germán motivo para llamar a la Santísima Virgen  «Respiración y aliento de todo cristiano»; porque si el cuerpo sin respirar no puede vivir,  tampoco el alma puede conservar la vida de la gracia, sino por medio de María, que nos la consigue  seguramente. 
Tuvo un día el Beato Alano una gravísima tentación, y por no haberse encomendado a la Virgen, poco le faltó para  ser vencido y perecer;  pero la Soberana   Señora se le apareció, y para que otra vez fuese más advertido, le dio una bofetada  y le dijo: «Si hubieses acudido a Mí, no te hubieras visto en semejante peligro.»
Al  contrario, dice María: Dichoso el que oye mi voz, y va todos los  días a pedir a las puertas de mi misericordia luz y socorro  (Prov., 8, 34). Abundancia de luz y pronto  socorro le dará María para salir de sus vicios y volver al camino de la virtud. 
Inocencio III la llama  hermosamente «Luna en la noche, y Aurora temprana, y Sol al mediodía». Luna, al que vive ciego  en la oscuridad del pecado, iluminando su alma, para que vea su infeliz estado y el peligro en que  se halla de condenarse; Aurora, al que comienza a conocer el riesgo,  para ayudarle a  recobrar la gracia; y Sol clarísimo, al que ya está en gracia de Dios,  para que no vuelva a caer en el precipicio. 
Aplican a María los  Doctores sagrados aquellas palabras de la   Escritura santa (Eccli., 6, 31): Sus lazos son ataduras  saludables. ¿Y  por qué lazos y ataduras? Porque liga a sus devotos para que no huyan y se extravíen por los campos del  vicio. Añade el espejo de nuestra señora: 
María descansa en la plenitud de los Santos (Eccli., 24, 16), porque  vive en medio de los Santos, y los detiene para que no vuelvan atrás, y les conserva la virtud para que  no descaezcan, y sujeta con su poder al diablo para  que no les haga daño. 
             Todos  sus devotos tienen dos vestidos (Prov., 31, 21); es decir, las virtudes de  Cristo y las de María, como explica doctamente Cornelio a Lapide; y así vestidos viven bien y acaban bien; por  lo cual exhortaba tantas veces San Felipe Neri a sus penitentes, diciéndoles: «Hijos, si queréis perseverar, sed  devotos de la Virgen   Santísima»; y lo mismo  aseguraba San Juan Berchmans, como ya dijimos. 
               
               Es hermosa la reflexión  de un piadoso abad a propósito de la  parábola del hijo pródigo. Dice que si hubiera tenido madre, aunque tan  díscolo, no se hubiera ido de la casa paterna, o hubiera vuelto mucho antes; dando a entender que el que tiene la dicha de ser hijo de María, o no  se aparta nunca de Dios, o, si le  acontece tal desgracia, vuelve pronto por medio de la Madre amantísima. 
               
               ¡Oh, si amasen a  esta benignísima y amorosísima Señora todos los hombres! Si luego que sintiesen la tentación corriesen a sus brazos,  ¿quién caería jamás?, ¿quién se perdería?  Sólo se pierde quien no la invoca. San Lorenzo Justiniano le aplica  aquellas palabras de la   Escritura: 
               
               Anduve sobre  las olas del mar; como si  dijese: «Yo me hallo con mis siervos  en medio de las tempestades, para asistirlos  y librarlos de la perdición eterna.» 
               
               Cuenta el Padre  Bernardino de Bustos que a un pajarillo le enseñaron a decir A ve María, y viniendo una vez a  cogerle un gavilán, dijo: Ave María, y el gavilán quedó muerto. 
               
               Pues  si el ave, sin entender lo que decía, se libró de la muerte, mucho más debe esperar esto  una persona racional si invoca de corazón su dulce nombre cuando le asalte el enemigo de las almas.  
               
               Al sentir la tentación, dice Santo Tomás de Villanueva, no hay que discurrir ni hacer otra cosa sino  acogernos al instante bajo el manto de  María, como los polluelos bajo las alas de la madre cuando el milano viene.  
               
               Vos, Madre y Señora, nos defenderéis,  porque no tenemos otro 
               amparo ni otra  esperanza y protección en quien, después de Dios, podamos               confiar.
Concluyamos  con aquellas palabras tan afectuosas de San Bernardo: «¡Oh tú, quienquiera que seas, advierte que  en esta vida, más bien que andar por  tierra firme, vas navegando entre peligros y borrascas!  
  
  Si quieres no quedar sumergido, mira la estrella, llama a María. En los  peligros de pecar, en las  tentaciones porfiadas, en las dudas, piensa que María te puede socorrer, y  llámala de contado. 
  
  No falte jamás su  nombre en tu corazón con la confianza, ni de tu lengua con la  invocación. Si la sigues, no errarás el  camino de la salud. 
  
  Si acudes a Ella,  no desconfiarás. Si te tiene de su mano, no caerás. Si te protege, nada  temerás. Si te guía llegarás al puerto sin trabajo. En una palabra: si María  toma a su cargo defenderte, alcanzarás la bienaventuranza. Hazlo así y vivirás (Le., 10, 28).