I 1a. De la  confianza que debemos tener en la   Virgen, por ser Reina de misericordia
               
            
             
Con justa razón venera la santa Iglesia  a la Virgen María, exhortando a los fíeles a invocarla bajo el título glorioso de reina, por haber sido ensalzada a la dignidad de Madre del  Rey de los reyes. Si el Hijo es Rey,  justo título tiene también la Madre para llamarse Reina. 
Desde el instante en que dio su consentimiento para ser Madre del Verbo eterno, dice San Bernardino de Sena, mereció  ser proclamada por Reina de todo lo criado. Si la carne de María no fue diversa de la de Jesús, ¿cómo puede la Madre ser ajena de la monarquía del Hijo? 
Así es que, entre ambas, la dignidad  real no es común comoquiera, sino una misma. Y añade: Todas cuantas son las criaturas que sirven a Dios, otras,  tantas deben igualmente servir a María,  pues que estando los ángeles y los hombres,  y todas las cosas, sujetos al imperio de Dios,   están, del mismo modo, al  dominio de María: aquí es que, hablando  un piadoso autor con la soberana Señora, le dice, lleno de afecto: 
Seguid, señora,  disponiendo a vuestra voluntad de todos los bienes de vuestro santísimo Hijo, porque siendo Madre y  Esposa del Rey del universo, pertenece a  Vos, como Reina, el dominio de todas criaturas.
Es  reina, pues, María. Pero nunca  olvidemos, para nuestro consuelo, que es Reina dulce, Reina mente, Reina siempre  inclinada a favorecer a miserables  pecadores. Por esto quiere la santa Iglesia que la saludemos llamándola Reina  de misericordia. 
El mismo nombre de Reina está  diciendo piedad y clemencia, pues  como observaron Séneca y San Alberto Magno, la magnificencia de los reyes consiste especialmente en aliviar y consolar a los infelices, causa por que distan entre sí tanto tirano y  rey, pues el tirano se propone su propia utilidad,  pero el rey debe tener por fin el bien de  los vasallos. Y por eso a los reyes, cuando consagran, les ungen la  cabeza con aceite, símbolo de misericordia, para darles a entender que han  de abrigar en el pecho, más que otra cosa, pensamientos de piedad y beneficencia.
Cierto es que los  reyes no pueden desentenderse del justo castigo de los malhechores. Pero María  no es Reina de justicia para castigar, sino solamente de misericordia,  siempre dispuesta para usarla  con los pecadores, por lo cual la santa Iglesia  quiere que la invoquemos con tan glorioso título. Considerando el  canciller de París Juan Gerson aquellas  palabras del Profeta Rey (Ps. 61, 12): 
Dos cosas oí, y fueron: que en Dios hay potestad y misericordia, dice que, consistiendo el gobierno de Dios en  justicia y misericordia, le dividió,  reservando para Sí la justicia y cediendo a su Madre la misericordia,  para que todos los beneficios que se  dispensen a los hombres pasen por sus  manos virginales y Ella los reparta según quisiere.
Constituyó  el Eterno Padre a Jesucristo Rey de justicia, haciéndole Juez  universal, como cantó el Profeta  (Ps. 71,2): Oh Dios, da tu juicio al Rey, y tu justicia al Hijo del  Rey; sobre cuyas palabras dice un docto  intérprete: 
«Señor, a vuestro Hijo Rey  disteis la justicia, y la misericordia a la Madre del  Rey»; cuyo texto acomoda el salterio mariano, diciendo acertadamente: «Señor, da tu juicio  al Rey, y tu misericordia a la   Madre del rey.» 
Por esta  razón, el Real Profeta predijo que el mismo Dios había de consagrar a  María, por decirlo así, como Reina de  misericordia (Ps. 44, 8), ungiéndola con óleo de alegría, para que nosotros, miserables hijos de Adán, nos alegrásemos al considerar que tenemos en el Cielo a esta santísima  Reina llena de unción, de piedad y misericordia.
             
            
             ¡Cuan bien se  aplica a este propósito la historia de la reina Ester, figura de María! Leemos en el libro de Ester  (c. 4) que, reinando Asuero, salió una orden que mandaba quitar la vida a todos los  judíos cautivos en sus estados.
               
Al instante acudió Mardoqueo a Ester, su  sobrina, suplicándole con insistencia  que se interpusiese con el rey para obtener la revocación de la sentencia.  Ester lo rehusaba, temiendo indignar más el ánimo del rey; pero Mardoqueo  replicó que no pensase en salvarse a sí  sola, habiéndola Dios elevado al  trono para bien de todos los judíos.  
Así dijo Mardoqueo a la reina Ester, y así podemos decir nosotros a  nuestra Reina sacratísima, si es que alguna vez rehusase alcanzarnos el perdón de las penas justamente merecidas por nuestros pecados: Señora, no creáis que sólo para gloria vuestra os haya  Dios ensalzado a la dignidad de Reina  del mundo, sino para que, constituida en tan alto lugar, podáis mejor ampararnos y favorecernos. Luego que el rey Asuero vio a Ester en su presencia, le  preguntó afablemente qué quería, y respondió la reina (7, 3): 
Mi rey y señor, si he hallado gracia en  tus ojos, dame a mi pueblo; esto es lo que pido. Asuero accedió, mandando al instante revocar la sentencia.  Ahora bien: si este rey, porque amaba a su esposa,  le concedió la gracia, ¿cómo podrá Dios, amando infinitamente a María,  dejar de oír los ruegos que le presente en  favor de los pecadores que recurren a  su patrocinio, cuando Ella le diga:
             «Señor y Dios mío,  si hallé gracia en tus ojos —y bien sabe que la halló, bien  sabe que es la bendita, la  bienaventurada, la única que halló la gracia perdida  por el hombre; bien sabe que es la amada del Señor, y mucho más amada  que todos los ángeles y santos juntos—; si  me amas, Señor, dame estos  pecadores por quienes te ruego? 
               
               ¿Es  posible que Dios no escuche tan amorosas palabras? ¿Quién no sabe la eficacia que tienen los ruegos de su Madre? Lex clementiae in lingua ejus  (Prov., 31, 26). 
               
               Toda súplica suya es como una ley que Dios ha dado para que se use de misericordia con  todos aquellos por quienes interceda.  
               
               ¿Preguntas por qué la Iglesia la llama Reina de  misericordia? 
               
               «Para que sepamos, dice un piadoso autor, que Ella es la  que abre los tesoros infinitos de la misericordia  divina a quien quiere, cuando quiere y como quiere; tanto, que no hay  pecador, por grande que sea, que se pueda  perder si le protege María.»
                            Pero viéndonos tan  pecadores, ¿se podrá temer que se desdeñe de interponerse en nuestro favor? O, siendo tanta su  santidad y majestad, ¿esto nos ha de  retraer acaso de echarnos a sus pies e implorar su poderoso valimiento? 
               
               «De  ninguna manera, dice San Gregorio; pues cuanto más santa es y en lugar más elevado está, tanto es más dulce y  piadosa con los pecadores arrepentidos que  recurran a su protección.» Aquella majestad   de que  están rodeados los reyes de la tierra causa temor en los vasallos, y muchos no se atreven a estar en su presencia.
               
«Pero,  ¿qué temor, dice San Bernardo, puede nadie tener en presentarse a esta Reina de misericordia, cuando  en ella nada hay que  sea terrible y austero, sino que toda es dulzura y afabilidad? 
               
               A todos se nos ofrece y da leche y  lana;  leche de  misericordia, para animarnos a la confianza, y lana de refugio, para defendernos de  los rayos de la ira divina.
               
               Cuenta Suetonio que  Tito, emperador, no acertaba a negar cosa  alguna de cuantas le pedían; antes bien, que a veces prometía mucho más,  diciendo que el príncipe no es bien que  despida descontento a nadie. Con  todo, ni decía siempre la verdad, ni cumplía siempre sus promesas. 
               
               Pero nuestra poderosísima Reina, que no puede mentir, tiene en sus manos inagotables tesoros que dispensar, y es de un corazón tan benigno, que no le  sufre despedir a nadie, descontento  de su presencia. 
               
               ¿Ni cómo podríais, Señora, desechar a los miserables, siendo Vos la Reina de la misericordia?
               
¿Quiénes son los súbditos de la  misericordia, sino los miserables?  
Pues siendo Vos la Reina  de la misericordia, y yo el más infeliz de vuestros esclavos, se sigue que debéis tener más cuidado de  mí que de todos los demás.
             
               Usad, pues, de  clemencia con nosotros, ¡oh  Reina  de misericordia!, para que nos salvemos. No digáis: «No puedo»,  viendo la multitud de nuestros pecados, porque mayor que todos ellos es vuestro  poder y la piedad de vuestro corazón. 
               
               No hay cosa que pueda resistir a vuestro  poder, porque el Criador, que os honra  como Madre, estima como propia la gloria vuestra, siendo indudable que, si es infinita la obligación que tenéis para  con vuestro Hijo, por la dignidad a que os elevó, también es grande la suya para con Vos, de quien recibió el ser humano; y por eso, ahora que gozáis  de su gloria, os concede por especial honor todo cuanto le pedís.
               
               ¡Cuánta, pues, debe  ser nuestra confianza en esta dulcísima Reina, sabiendo lo que puede con Dios y  la abundancia de su misericordia!
               
No hay persona en la tierra que no participe  de sus favores. Así lo reveló a Santa  Brígida la misma Virgen, diciendo: 
               
               «Yo soy la Reina del Cielo, Madre de  misericordia, alegría de los justos y puerta de salvación para los pecadores;  ni vive en la tierra pecador alguno tan infeliz que esté del todo privado de  mi bondad y misericordia, porque, los que menos, logran por mi intercesión no  ser molestados de tentaciones, como sin mi favor lo serían. 
             Nadie, sino el que  ya es maldito —se entiende con la maldición  final e irremediable de los condenados  — , se ve tan desechado por Dios que, si me invoca, no encuentre  propicia mi propensa  misericordia. 
             Todos me llaman Madre de  misericordia, y verdaderamente, lo que usa  Dios con los hombres hace  que Yo también sea con ellos tan misericordiosa como soy. Por lo mismo, el que  pudiendo acudir a Mí, no lo haga, será infeliz en esta vida, y en la otra lo  será para siempre.»
             
               Acudamos, pues, acudamos siempre todos a  los pies de esta Reina dulcísima, si queremos salvarnos con seguridad; y cuando  la multitud de nuestros pecados nos  desaliente, acordémonos que fue  elegida Reina de misericordia para salvar con su protección poderosa a  los pecadores, por grandes que sean, que acudan a Ella. Estos han de  ser en el Cielo su corona, como se lo prometió en los Cantares su divino Esposo (4, 8): 
               
               Ven del Líbano, Esposa mía; ven del Líbano, ven, y serás  coronada... de las cuevas de los leones, de los montes de los leopardos. Y éstos, ¿quiénes son sino los pecadores, cuyas almas se hacen, por el pecado, cuevas de monstruos  espantosos? 
               
               Pues estos mismos, Reina soberana, salvos por vuestro medio, os han  de servir en el Cielo de diadema de gloria,  porque su salvación será corona vuestra, corona propia, corona digna de  la Reina de  misericordia.